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Hablemos de suicidios
Hay un tema
que cada tanto sale en las noticias en lugares secundarios, como para llenar
espacio, y al que no se le da suficiente importancia.
Reaparece
en distintos lugares y momentos, por lo que pienso que tiene cierta constancia.
Se trata de
los suicidios.
Estas
noticias nos dicen que unas tres mil personas llegan a este punto extremo por
año en Argentina. Quizá, como nos vamos acostumbrado a las muertes diarias por
criminalidad, esta cifra nos parezca poco importante, pero no lo es. Estas son únicamente el número de personas
que logra su objetivo, otro muy diferente es el de quienes lo intentan y no
llegan a matarse, que es mucho mayor. Por ejemplo, en la ciudad cordobesa de
Villa María se atienden entre dos y tres personas diariamente por tentativa de suicidio.
La Argentina tiene la
mayor cantidad de suicidios en América Latina. El Ministerio de Salud de la
Nación estableció en 2008 una tasa de 7,84 cada 100 mil habitantes.
Para la Organización Mundial de la Salud y la Asociación
Internacional para la Prevención del Suicidio, quitarse la vida está entre las
tres principales causas mundiales de muerte entre los 15 y 44 años. Esta
organización considera que para el 2020
la cantidad treparán 50%, llegando a millón y medio de muertes anuales.
Tirando por el aire la creencia que la mayoría tenemos, las estadísticas dice que son muchas más las
personas que hacen suicidio que las víctimas de homicidio.
En
el 2012 hubo
en el país 2.152 homicidios, mientras que los suicidios fueron 3.342,
según datos oficiales provenientes
de las Estadísticas Vitales del Ministerio de Salud de la Nación, publicadas a comienzos
del 2014. Esto implica que hubo más de 1.190 suicidios que homicidios, un 35 % más.
Es fácil caer en la tentación de adjudicar como causa a
trastornos psíquicos individuales o disfunciones familiares olvidando que los
suicidios también obedecen a razones culturales. Recordemos por ejemplo, el
Japón tradicional para el cual el harakiri o sepuku era una forma honorable de
morir, incluso debía ser realizado mediante un rito muy estructurado. O sea que
la cultura no sólo autorizaba esta conducta sino que la tenía reglada, por lo
que debía ser ejecutada con plena
conciencia. En algunos casos era la conducta indicada por el deber.
Difícilmente se le ocurriría a alguien detener la mano de quien decidía morir
de este modo. Con esto quiero decir que las sociedades no son ajenas, que no es
una simple cuestión individual de trastornos de la personalidad.
Tampoco
debemos separar esta forma de otras maneras de muerte no natural. El homicida
también está acabando con la vida de un ser humano, tanto uno como otro son
actos de extrema violencia. Pero no debemos quedarnos solamente con estas
formas individuales sino también agregar las institucionalizadas, aquellas que
la civilización acepta y hasta reviste de honores, aunque también implican la
sangre de muchos pueblos. Estoy hablando de las guerras, esas matanzas
organizadas, planificadas quizá muchos años antes de que se lleven adelante, en
las que lo prioritario es la muerte de las personas y el cuidado de los bienes.
¿Por qué el
suicidio debe ser entendido como producto de un trastorno psíquico mientras que
las guerras son aceptadas y hasta justificadas?
La muerte
por mano propia no creo que sea mucho peor que el gatillo fácil de la policía o
de los delincuentes. Seguramente no es peor que la muerte lenta a la que muchos
niños desnutridos están sometidos, o por
agua contaminada o enfermedades que actualmente pueden ser perfectamente
controladas. La miseria también podemos
ponerla en el listado de formas de morir o quizá debiéramos decir, otra forma
de matar.
Aunque lo
neguemos, nuestra sociedad estigmatiza a quien se suicida, la familia lo
esconde, y cuando es conocido, inmediatamente lo ponemos en el listado de lo
incomprensible, de lo que no puede ser entendido y esperamos que alguna carta
nos aporte un motivo tranquilizador.
Miramos con
extrañeza desconfiada a quienes recurren
al suicidio e incluso en muchos casos la hacemos extensiva a su familia pero no
hacemos lo mismo con quienes predican pecados mortales, que siembran
divisiones, discriminaciones que también llevan a la muerte. Leemos los diarios
o la tv nos informa de guerras varias y no nos conmueve, pero sí recelamos de
aquel que no quiso seguir sobre este planeta.
Creamos y
sostenemos una sociedad llena de antagonismos, de odios, de intereses de los
más mezquinos, de violencia apenas disimulada y luego nos preguntamos cómo es
que alguien se pudo sentirse tan acorralado, tan sin salida y solo, tan agotado
de sostenerse sobre la tierra. Lo que podríamos preguntarnos es precisamente
cómo el resto seguimos sosteniendo esta situación, como permitimos que se siga
sembrando la soledad y el vacío, cómo es que no agotamos nuestras fuerzas para
cambiar esto.
El suicida
nos impacta porque nos grita que no siempre esta vida merece ser vivida, que no
todos estamos de acuerdo en seguir no importa cómo, soportando cualquier
condición por humillante o indigna que fuere.
Debo hacer
una aclaración, separo lo que llamo eutanasia,
que es también darse muerte a sí mismo, del suicidio. En ambos casos la
acción es la misma, pero la forma y las consecuencias son diferentes. En la
eutanasia la persona no se halla sola ante la proximidad de la muerte, el
trance es menos angustioso y doloroso. En los países donde está permitida, la
familia y los amigos acompañan el proceso y la forma no es cruenta, sino
médicamente establecida. En el suicidio tal como nosotros lo conocemos, esto no
se da, al contrario, es una situación extrema a la que la persona llega sin
poder decirlo, sin la compañía de quienes la aman, los medios por los que se
ejecuta también muestran este abandono.
Recuerdo
que en el final de mi escuela secundaria, restando pocos meses para recibirnos,
una compañera se suicidó. Tenía un secreto que no pudo seguir conteniendo, su
sexualidad no respondía a lo que era obligatorio, no pudo enfrentar a quienes
la rodeábamos ni a su familia.
Es fácil para
la sociedad colocar todo a la cuenta de la persona y no hacernos cargo de
nuestra parte de responsabilidad en todo esto. Los deberes y obligaciones, los
reglamentos hasta en la sexualidad, el listado de éxitos que debemos cumplir,
todos son plomadas que agregamos a nuestro existir y al de todos. Cada vez que
miramos de manera de reprobación, cada vez que criticamos la manera de vestir o
cualquier otra cosa, estamos agregando piedras. Quizá una sola o varias de
estas cosas no lleve a la muerte por mano propia o quizá sí, sea la gota que
derrama el vaso, de todos modos ¿por qué llegar al extremo?
Tengo la
intuición que gran parte de estas muertes podrían haber sido evitadas, sí tengo en claro que las muchas que suceden
sobre el planeta son evitables totalmente porque son cometidas por los
intereses de los poderosos.
El pequeño
cuando se golpea contra la mesa no reconoce su torpeza sino que culpa al
objeto. Es un recurso infantil, que con
el tiempo vamos superando y por eso podemos aprender y modificar nuestra
conducta. Quienes culpan siempre a los otros se colocan en un lugar falso de
impunidad y de supuesta corrección y desde ese punto ya no pueden relacionarse
positivamente con el mundo y los demás. ¿A qué apunto con esto? a que mientras no aceptemos que somos un
pueblo violento no podremos modificar
muchos de los daños que causamos y nos causan.
Hoy es la
criminalidad la que aparece como violenta, antes fue un gobierno y la crisis
terrible en que nos dejó, podemos agregar las fuerzas policiales, la impunidad
de los jueces, el descaro de los políticos partidarios, como antes fueron los
militares y sus golpes de estado y sus desaparecidos, torturados y asesinados,
dos atentados a Amia y a la embajada de Israél y de paso la voladura de la
fábrica de armas de Río III. Todo esto
haciendo olvido de los barra bravas y el amparo del que gozan, la inflación y
el aumento de la pobreza, la prostitución, la minería y la extracción petrolífera contaminante, los
agrotóxicos, la trata de personas, los productos transgénicos, y me detengo porque la lista ya sería
demasiado agobiante. Todo esto es violencia, diaria, continua, que se descarga
sobre nuestros hombros. Sin embargo,
recelamos de quién se suicida, negamos la posibilidad de la eutanasia y protestamos contra la despenalización del
aborto.
No hacer
nada ante esta situación también es suicidio, ya no personal sino colectivo,
porque además de mi muerte como individuo, también lleva a la de mis hijos, mis
nietos, mis vecinos, a la destrucción del único planeta que tenemos.
Y todo
esto, es un tema social, cada muerte no natural no es producto del azar, de
factores psiquiátricos, de falta de contención familiar, o de algún gen travieso,
aunque también puede ser algo de esto, es sobre todo una cuestión social, de
abandono, de desamor.
Muchas
veces me he preguntado cómo es que pese a todo lo que los poderosos, los
gobiernos hacen y pese a todo lo que el resto no hacemos mientras miramos para
un costado o con indiferencia, el mundo sigue adelante, los humanos todavía
estamos sin habernos destruido mutuamente de manera total. Y la respuesta que
me doy es que, aún contra todo esto, el amor, la solidaridad, la confianza, la
lucha por lograr cada día una mejor vida, es mucho mayor.
Este amor
no es el que le importa a los intereses del mundo, y quizá por eso mismo
todavía está. No sale en los diarios porque es muy pequeño, silencioso, no es
el de las grandes tareas sino el diario y en lo pequeño. Es seguramente el que muchas veces por día vos
hacés, y estoy convencido de eso porque estás escuchando estas charlas, es el
de quienes sostienen estos espacios contra vientos, robos, inundaciones y
mareas, es el de quien participa en la marcha y si no puede ir la difunde,
firma petitorios, convence a quienes todavía dudan. Y también es el de quienes
cuidan a su seres queridos, incluidas las mascotas propias y ajenas, y hacen
estos y otros tantos milagros pequeños diarios que permiten que la vida humana
todavía pueda continuar.