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Cuando las madres tiraban al río a sus hijos
En abril del 2015 fue publicada una nota llamada “Cuando las
madres tiraban al río a sus hijos”* escrita por Luis Doncel en la que se hace
referencia a la oleada de suicidios en los últimos meses de la II Guerra
Mundial en Alemania
He aquí la nota:
“El documento es
estremecedor. 28 páginas repletas de nombres acompañados de la fecha y el
motivo de su muerte. Elegida una al azar, aparecen varias familias —los Gaut,
los Schubert (madre e hija), los Rienaz (también madre e hija)…—. Todos
fallecieron el 8 de mayo de 1945. Y todos por una misma causa: suicidio.
Estamos en el Museo Regional de Demmin, una pequeña ciudad del noreste de
Alemania que estos días revive sus días más dramáticos. En los últimos meses de
la Segunda Guerra Mundial, cuando la victoria final tantas veces anunciada por
Adolf Hitler parecía cada vez más irreal y el Ejército Rojo acechaba, entre 700
y 1.000 ciudadanos de Demmin —que entonces tenía unos 15.0000 habitantes—
prefirieron morir antes que vivir en un mundo en el que los nazis no
gobernaran. Fue el mayor suicidio masivo en la historia de Alemania.
Bärbel Schreiner,
entonces una niña de seis años, estuvo a punto de caer víctima de esa locura
colectiva. Pero su hermano consiguió que su madre no hiciera con los dos niños
lo que tantos padres hacían esos días. “Mamá, nosotros no, ¿verdad?”, recuerda
Schreiner que dijo su hermano, mientras observaba el río Peene, repleto de
cadáveres. “Todavía me acuerdo del agua enrojecida por la sangre. Sin esas
palabras, estoy convencida de que mi madre nos habría ahogado a los dos”,
asegura con la voz entrecortada esta mujer de 76 años.
El caso de Schreiner no fue excepcional. Una
ola de suicidios recorrió Alemania entre enero y mayo de 1945. No existen
cifras exactas, pero los historiadores calculan que entre 10.000 y 100.000
personas tomaron esta decisión. Al quitarse la vida, era habitual que los
adultos se llevaran también a sus hijos. Es lo que hizo Joseph Goebbels,
ministro de Propaganda y canciller en los últimos días del III Reich, cuando él
y su mujer, Magda, envenenaron a sus seis hijos.
Se ha escrito mucho
sobre la inmolación de los líderes nazis. Además de Hitler, del que el próximo
30 de abril se cumplirá el 70 aniversario de su muerte, y de Goebbels, también
se quitó la vida el jefe de las temibles SS, Heinrich Himmler. Pero hasta ahora
no se había prestado demasiada atención a los ciudadanos de a pie que siguieron
el destino de sus fanáticos líderes. Precisamente ese desconocimiento sobre la
tragedia que vivieron miles de personas anónimas llevó al historiador Florian
Huber a escribir Hijo, prométeme que te vas a disparar. El éxito del libro, que
en dos meses ha vendido más de 20.000 ejemplares, ha sorprendido incluso al
autor.
“Estudié historia y
nunca había oído hablar de este episodio trágico. Un día, vi en un libro un pie
de página que mencionaba la oleada de suicidios de los últimos meses de la
guerra y decidí investigar”, explica en una cafetería berlinesa. Pero, ¿qué es
lo que llevó a estos hombres y mujeres de a pie a pegarse un tiro, colgarse de
un árbol o a tirarse al río más cercano? ¿Miedo por las represalias de los
vencedores? ¿Fanatismo nazi? ¿O sentimiento de culpa por las tropelías de 12
años de nacionalsocialismo y seis de guerra? “Una mezcla de todos estos
factores. También influyó un efecto psicológico que convierte el suicidio en
algo contagioso, casi como una infección. Si ves que en esta cafetería todo el
mundo empieza a matarse, a lo mejor te lo plantearías tú también”, responde.
“Mamá, nosotros no”,
dijo el hermano de Schreiner al ver los muertos en el río
La epidemia suicida se
extendió por muchos rincones de Alemania, ¿pero por qué afectó sobre todo a
algunas zonas, como el este del país, y muy especialmente a lugares como
Demmin? Huber desgrana la mezcla de circunstancias históricas y geográficas que
convirtieron esa localidad en una ratonera de la que era imposible escapar.
“Rodeada por tres ríos, forma una especie de península. En su huida, los
jerarcas nazis dinamitaron los tres puentes existentes. Así que cuando llegaron
los soviéticos, no podían seguir avanzando. Los soldados del Ejército Rojo
llegaron el 30 de abril, deseosos de abandonar pronto Demmin para celebrar la
fiesta del 1 de mayo”, explica.
Justo el mismo día en
el que Hitler se pegaba un tiro en su búnker en Berlín, los soldados rojos
quemaban Demmin y cundía el pánico. Los años de guerra, las ganas de revancha y
la bebida que corrió esa noche fomentaban la violencia de los soviéticos. El
resultado de este cóctel fue tremendo. Huber asegura que los ríos hicieron de
cementerios durante semanas; y que los trabajos para sacar los cuerpos del agua
se alargaron entre mayo y julio de ese año. “Los testigos recuerdan a gente
colgada en los árboles por todas partes”, añade.
Una mezcla de
fanatismo nazi, miedo y contagio explica la locura colectiva
El sufrimiento de los
civiles alemanes durante la guerra —ya sean las violaciones de mujeres o los
bombardeos de ciudades como Potsdam, del que esta semana se han cumplido 70
años— es un tema complejo. Es indudable que muchos inocentes padecieron las
consecuencias, pero también este sufrimiento sirve de agarradero para los
neonazis, que siguen tratando de confundir e igualar el dolor del pueblo
agresor con el de los agredidos.
Eso mismo ocurre aún
hoy en Demmin. Desde hace una década, cada 8 de mayo, día de la capitulación,
un pequeño grupo de manifestantes cercano al partido de ultraderecha NPD
recuerdan a las víctimas alemanas. “Durante los años del comunismo, este era un
tema tabú. Nadie quería recordar las violaciones o crímenes cometidas por los
soldados que nos liberaron del fascismo. Y ahora los neonazis también utilizan
el dolor pasado para sus fines”, explica Petra Clemens, la directora del museo,
rodeada de vestigios de la historia de la zona. En esta castigada ciudad del
este alemán, el paro afecta al 17% de la población (un porcentaje altísimo para
un país en el que la media está en el 6,9%) y el alcoholismo hace mella.
Demmin fue quizás el
caso más extremo de locura colectiva que invadió al país en los primeros meses
de 1945, pero no el único. En Berlín se registraron ese año 7.000 suicidios, de
los que casi 4.000 se produjeron en el mes de abril. En su libro, Huber recoge
testimonios de aquellos que asociaron a sus propias vidas el fin del
nacionalsocialismo. Como el profesor Johannes Theinert y su mujer Hildegard,
que comenzaron a escribir un diario en 1937, al año siguiente de casarse. La
última entrada está fechada el 9 de mayo de 1945. “La crisis se acaba. Las
armas callan”, anota Hildegard. Ese mismo día, Johannes disparó a su mujer y
después a sí mismo. La última entrada del diario que alguien encontró tras su
muerte decía: “¿Quién se acordará de nosotros, quién sabrá cómo hemos acabado?
¿Tienen estas líneas algún sentido?”.”
Esta nota
me trajo recuerdos de aquella época durante la guerra por Malvinas. Conocía a varios muchachos que estaban
reclutados por el ejército en ese momento. Ninguno de ellos estaba en el
frente, sino destacados en Buenos Aires. Verlos la primera vez que salieron con
permiso me impactó. La imagen quedó vívida en mi memoria. Estaban enajenados.
De las personas pacíficas que había conocido no quedaba nada, estos estaban
todo el tiempo hablando de la guerra, de cómo matarían, cantando canciones que
exaltaban la batalla y la muerte del otro.
No podía
entender ese cambio, esa efusividad
siniestra me trastornaba, quitaba base a mi realidad.
Si estos
muchachos que no habían disparado un solo tiro, que se hallaban muy lejos del
frente, estaban en ese estado de euforia homicida, me costaba
imaginar, y aún hoy no puedo, cómo serían aquellos que efectivamente se
encontraban en batalla, los que debieron
dejar su empatía por el otro porque eso les impediría abrir
fuego, los que vieron morir a sus
compañeros, los que sabían que eran
“ellos o nosotros”. De oficinistas, estudiantes, agricultores, convertidos en
cazadores de hombres.
Los pueblos
se enajenan como las personas, pueden salir a aclamar a los asesinos, a pedir
por la liberación de Barrabás, pueden seguir al flautista de Hamelín que los
llevará al precipicio. Lo seguirán cantando y bailando, felices de que él los
guíe, sin que ellos quieran mirar el camino, sin ver hacia adelante. Llevados
al borde mismo del abismo, no dudarán, darán la vida por él, o cuando menos,
harán lo mismo que ven hacer. Seguirán adelante cayendo uno junto a otro.
La guerra
es el estado de enajenación social mayor, no hay forma racional de
comprenderla, podemos ensayar causas, pretextos, pero lo cierto es que ninguna
satisface el horror desatado.
La guerra
es consecuencia de un sistema, de un estilo de vida en el que la
destrucción, la construcción mental del
enemigo, la división entre las personas, la violencia, son vistas como formas de solución, de sacar
del medio a quien le molesta, de obtener lo que deseamos.
El homicida
no nace, lo hace un sistema social que no cuida la vida. Y como en el caso del
flautista de Hamelin, hay personas encargadas de orientar este desarrollo, de
guiar a la sociedad, a los grupos, a los pueblos hacia la destrucción.
La
destrucción muestra su enajenación cuando se busca la muerte del propio hijo.
La muerte
del hijo como acto de liberación, de no dejar ni siquiera la semilla en manos
del vencedor, del que no debió jamás haber triunfado porque los superiores, los
buenos, los merecedores de todo bien son siempre los de nuestro bando.
La muerte
del hijo que desde tiempos bíblicos fue santificada en aquel Jesús colgado para
tranquilizar el enojo paterno, demostrando que el hijo es una propiedad, un
algo que puede ser ofrendado por la patria, por dios, por la nación, por la
causa, por el movimiento, por el partido por …por….por….
El suicidio
como supremo acto negador de la realidad. Se aceptaban vivos si eran
vencedores, si llegaban a ser dueños del mundo, si demostraban claramente su
superioridad, como no fue así,
prefirieron la muerte.
Hay una
línea continua entre no aceptar al otro como alguien con derechos, como
diferente, el maltrato y el abuso, hasta hacerme del poder, imponer mi voluntad
y pensamiento, desacreditar o negar al otro, los campos de concentración, las
torturas, el ataque a poblaciones civiles, la guerra, el suicidio, el
filicidio. No son hechos separados, hay un continuo. No es posible quizá
detener una guerra pero sí podemos detener nuestras palabras, nuestros actos,
analizar los pensamientos, para no llegar al daño gratuito, y también saber ver
cuando es el otro el que nos quiere lastimar o manipular.
No estamos
condenados a la violencia, al maltrato, al malvivir, si nos sacamos esto de
nuestra cabeza podremos encontrar las herramientas para cambiar.
*http://cultura.elpais.com/cultura/2015/04/17/actualidad/1429293787_627238.html
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