jueves, 23 de abril de 2015

157 - Cuando las madres tiraban al río a sus hijos

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Cuando las madres tiraban al río a sus hijos

En abril del 2015 fue publicada una nota llamada “Cuando las madres tiraban al río a sus hijos”* escrita por Luis Doncel en la que se hace referencia a la oleada de suicidios en los últimos meses de la II Guerra Mundial en Alemania
He aquí la nota:

“El documento es estremecedor. 28 páginas repletas de nombres acompañados de la fecha y el motivo de su muerte. Elegida una al azar, aparecen varias familias —los Gaut, los Schubert (madre e hija), los Rienaz (también madre e hija)…—. Todos fallecieron el 8 de mayo de 1945. Y todos por una misma causa: suicidio. Estamos en el Museo Regional de Demmin, una pequeña ciudad del noreste de Alemania que estos días revive sus días más dramáticos. En los últimos meses de la Segunda Guerra Mundial, cuando la victoria final tantas veces anunciada por Adolf Hitler parecía cada vez más irreal y el Ejército Rojo acechaba, entre 700 y 1.000 ciudadanos de Demmin —que entonces tenía unos 15.0000 habitantes— prefirieron morir antes que vivir en un mundo en el que los nazis no gobernaran. Fue el mayor suicidio masivo en la historia de Alemania.
 
Escudo de Demmin

Bärbel Schreiner, entonces una niña de seis años, estuvo a punto de caer víctima de esa locura colectiva. Pero su hermano consiguió que su madre no hiciera con los dos niños lo que tantos padres hacían esos días. “Mamá, nosotros no, ¿verdad?”, recuerda Schreiner que dijo su hermano, mientras observaba el río Peene, repleto de cadáveres. “Todavía me acuerdo del agua enrojecida por la sangre. Sin esas palabras, estoy convencida de que mi madre nos habría ahogado a los dos”, asegura con la voz entrecortada esta mujer de 76 años.

 El caso de Schreiner no fue excepcional. Una ola de suicidios recorrió Alemania entre enero y mayo de 1945. No existen cifras exactas, pero los historiadores calculan que entre 10.000 y 100.000 personas tomaron esta decisión. Al quitarse la vida, era habitual que los adultos se llevaran también a sus hijos. Es lo que hizo Joseph Goebbels, ministro de Propaganda y canciller en los últimos días del III Reich, cuando él y su mujer, Magda, envenenaron a sus seis hijos.

Se ha escrito mucho sobre la inmolación de los líderes nazis. Además de Hitler, del que el próximo 30 de abril se cumplirá el 70 aniversario de su muerte, y de Goebbels, también se quitó la vida el jefe de las temibles SS, Heinrich Himmler. Pero hasta ahora no se había prestado demasiada atención a los ciudadanos de a pie que siguieron el destino de sus fanáticos líderes. Precisamente ese desconocimiento sobre la tragedia que vivieron miles de personas anónimas llevó al historiador Florian Huber a escribir Hijo, prométeme que te vas a disparar. El éxito del libro, que en dos meses ha vendido más de 20.000 ejemplares, ha sorprendido incluso al autor.

“Estudié historia y nunca había oído hablar de este episodio trágico. Un día, vi en un libro un pie de página que mencionaba la oleada de suicidios de los últimos meses de la guerra y decidí investigar”, explica en una cafetería berlinesa. Pero, ¿qué es lo que llevó a estos hombres y mujeres de a pie a pegarse un tiro, colgarse de un árbol o a tirarse al río más cercano? ¿Miedo por las represalias de los vencedores? ¿Fanatismo nazi? ¿O sentimiento de culpa por las tropelías de 12 años de nacionalsocialismo y seis de guerra? “Una mezcla de todos estos factores. También influyó un efecto psicológico que convierte el suicidio en algo contagioso, casi como una infección. Si ves que en esta cafetería todo el mundo empieza a matarse, a lo mejor te lo plantearías tú también”, responde.

“Mamá, nosotros no”, dijo el hermano de Schreiner al ver los muertos en el río
La epidemia suicida se extendió por muchos rincones de Alemania, ¿pero por qué afectó sobre todo a algunas zonas, como el este del país, y muy especialmente a lugares como Demmin? Huber desgrana la mezcla de circunstancias históricas y geográficas que convirtieron esa localidad en una ratonera de la que era imposible escapar. “Rodeada por tres ríos, forma una especie de península. En su huida, los jerarcas nazis dinamitaron los tres puentes existentes. Así que cuando llegaron los soviéticos, no podían seguir avanzando. Los soldados del Ejército Rojo llegaron el 30 de abril, deseosos de abandonar pronto Demmin para celebrar la fiesta del 1 de mayo”, explica.



Justo el mismo día en el que Hitler se pegaba un tiro en su búnker en Berlín, los soldados rojos quemaban Demmin y cundía el pánico. Los años de guerra, las ganas de revancha y la bebida que corrió esa noche fomentaban la violencia de los soviéticos. El resultado de este cóctel fue tremendo. Huber asegura que los ríos hicieron de cementerios durante semanas; y que los trabajos para sacar los cuerpos del agua se alargaron entre mayo y julio de ese año. “Los testigos recuerdan a gente colgada en los árboles por todas partes”, añade.

Una mezcla de fanatismo nazi, miedo y contagio explica la locura colectiva
El sufrimiento de los civiles alemanes durante la guerra —ya sean las violaciones de mujeres o los bombardeos de ciudades como Potsdam, del que esta semana se han cumplido 70 años— es un tema complejo. Es indudable que muchos inocentes padecieron las consecuencias, pero también este sufrimiento sirve de agarradero para los neonazis, que siguen tratando de confundir e igualar el dolor del pueblo agresor con el de los agredidos.

Eso mismo ocurre aún hoy en Demmin. Desde hace una década, cada 8 de mayo, día de la capitulación, un pequeño grupo de manifestantes cercano al partido de ultraderecha NPD recuerdan a las víctimas alemanas. “Durante los años del comunismo, este era un tema tabú. Nadie quería recordar las violaciones o crímenes cometidas por los soldados que nos liberaron del fascismo. Y ahora los neonazis también utilizan el dolor pasado para sus fines”, explica Petra Clemens, la directora del museo, rodeada de vestigios de la historia de la zona. En esta castigada ciudad del este alemán, el paro afecta al 17% de la población (un porcentaje altísimo para un país en el que la media está en el 6,9%) y el alcoholismo hace mella.

Demmin fue quizás el caso más extremo de locura colectiva que invadió al país en los primeros meses de 1945, pero no el único. En Berlín se registraron ese año 7.000 suicidios, de los que casi 4.000 se produjeron en el mes de abril. En su libro, Huber recoge testimonios de aquellos que asociaron a sus propias vidas el fin del nacionalsocialismo. Como el profesor Johannes Theinert y su mujer Hildegard, que comenzaron a escribir un diario en 1937, al año siguiente de casarse. La última entrada está fechada el 9 de mayo de 1945. “La crisis se acaba. Las armas callan”, anota Hildegard. Ese mismo día, Johannes disparó a su mujer y después a sí mismo. La última entrada del diario que alguien encontró tras su muerte decía: “¿Quién se acordará de nosotros, quién sabrá cómo hemos acabado? ¿Tienen estas líneas algún sentido?”.”




Esta nota me trajo recuerdos  de aquella época  durante la guerra por Malvinas.  Conocía a varios muchachos que estaban reclutados por el ejército en ese momento. Ninguno de ellos estaba en el frente, sino destacados en Buenos Aires. Verlos la primera vez que salieron con permiso me impactó. La imagen quedó vívida en mi memoria. Estaban enajenados. De las personas pacíficas que había conocido no quedaba nada, estos estaban todo el tiempo hablando de la guerra, de cómo matarían, cantando canciones que exaltaban la batalla y la muerte del otro.
No podía entender ese cambio,   esa efusividad siniestra me trastornaba, quitaba base a mi realidad.
Si estos muchachos que no habían disparado un solo tiro, que se hallaban muy lejos del frente,  estaban en  ese estado de euforia homicida, me costaba imaginar, y aún hoy no puedo, cómo serían aquellos que efectivamente se encontraban  en batalla, los que debieron dejar su  empatía  por el otro porque eso les impediría abrir fuego, los que vieron  morir a sus compañeros, los que sabían  que eran “ellos o nosotros”. De oficinistas, estudiantes, agricultores, convertidos en cazadores de hombres.

Los pueblos se enajenan como las personas, pueden salir a aclamar a los asesinos, a pedir por la liberación de Barrabás, pueden seguir al flautista de Hamelín que los llevará al precipicio. Lo seguirán cantando y bailando, felices de que él los guíe, sin que ellos quieran mirar el camino, sin ver hacia adelante. Llevados al borde mismo del abismo, no dudarán, darán la vida por él, o cuando menos, harán lo mismo que ven hacer. Seguirán adelante cayendo uno junto a otro.

La guerra es el estado de enajenación social mayor, no hay forma racional de comprenderla, podemos ensayar causas, pretextos, pero lo cierto es que ninguna satisface el horror desatado.
La guerra es consecuencia de un sistema, de un estilo de vida en el que la destrucción,  la construcción mental del enemigo, la división entre las personas, la violencia,  son vistas como formas de solución, de sacar del medio a quien le molesta, de obtener lo que deseamos.

El homicida no nace, lo hace un sistema social que no cuida la vida. Y como en el caso del flautista de Hamelin, hay personas encargadas de orientar este desarrollo, de guiar a la sociedad, a los grupos, a los pueblos hacia la destrucción.

La destrucción muestra su enajenación cuando se busca la muerte del propio hijo.
La muerte del hijo como acto de liberación, de no dejar ni siquiera la semilla en manos del vencedor, del que no debió jamás haber triunfado porque los superiores, los buenos, los merecedores de todo bien son siempre los de nuestro bando.
La muerte del hijo que desde tiempos bíblicos fue santificada en aquel Jesús colgado para tranquilizar el enojo paterno, demostrando que el hijo es una propiedad, un algo que puede ser ofrendado por la patria, por dios, por la nación, por la causa, por el movimiento, por el partido por …por….por….

El suicidio como supremo acto negador de la realidad. Se aceptaban vivos si eran vencedores, si llegaban a ser dueños del mundo, si demostraban claramente su superioridad,  como no fue así, prefirieron la muerte.

Hay una línea continua entre no aceptar al otro como alguien con derechos, como diferente, el maltrato y el abuso, hasta hacerme del poder, imponer mi voluntad y pensamiento, desacreditar o negar al otro, los campos de concentración, las torturas, el ataque a poblaciones civiles, la guerra, el suicidio, el filicidio. No son hechos separados, hay un continuo. No es posible quizá detener una guerra pero sí podemos detener nuestras palabras, nuestros actos, analizar los pensamientos, para no llegar al daño gratuito, y también saber ver cuando es el otro el que nos quiere lastimar o manipular.



No estamos condenados a la violencia, al maltrato, al malvivir, si nos sacamos esto de nuestra cabeza podremos encontrar las herramientas para cambiar.



*http://cultura.elpais.com/cultura/2015/04/17/actualidad/1429293787_627238.html


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miércoles, 1 de abril de 2015

156 - ¿Por qué los hombres se van de putas?

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¿Por qué los hombres se van de putas?

En mi entrada anterior les traje dos artículos sobre trata de personas, en esta oportunidad uno que habla directamente acerca de la causa por la que niñas y mujeres son captadas para ser prostituidas. Es de Octavio Salazar Hazte, Profesor Titular de Derecho Constitucional, Universidad de Córdoba, España, y se llama  ¿Por qué los hombres se van de putas



Octavio Salazar Hazte
Profesor Titular de Derecho Constitucional, Universidad de Córdoba
¿Por qué los hombres se van de putas?*
Publicado: 12/03/2015

“El pasado 10 de marzo se presentaron en la Facultad de Derecho y Ciencias Económicas y Empresariales de la Universidad de Córdoba los resultados del estudio que con el título Masculinidades y consumo de prostitución en Andalucía, que ha realizado un grupo de sociólogos de la Fundación Iniciativa Social por encargo del Centro de Estudios Andaluces. En dicho estudio se recogen las opiniones de más de 40 hombres andaluces, de entre 18 y 70 años, consumidores de prostitución, y que han sido agrupados en cinco categorías: propietarios rurales, trabajadores manuales, empleados urbanos, jóvenes metropolitanos y homosexuales urbanos. De entre los resultados del estudio, cabe destacar que todos los participantes en los grupos de discusión, con independencia de su origen social, coinciden en señalar la necesidad sexual como innata a la condición masculina. En consecuencia, estiman que pagar por sexo es un acto social que no merece rechazo, aunque sí hay coincidencia en el rechazo tanto de la trata de personas como del abuso de menores. En todos los casos, el consumo de sexo de pago se vincula frecuentemente con celebraciones de ocio en grupo. Es decir, con la celebración de fiestas de hombres, en las que continúa siendo un elemento esencial la demostración y exaltación de la virilidad.

La importancia de este estudio, más allá de los argumentos que puede ofrecer al debate complejo en torno a la regulación o, en su caso, la abolición de la prostitución, reside en cómo desvela las causas estructurales que continúan alimentando un determinado entendimiento de la sexualidad marcado por las relaciones de género o, lo que es lo mismo, por las relaciones de poder que entre hombres y mujeres sigue estableciendo el patriarcado. De esta manera, hay una evidente línea de continuidad entre la permanente cosificación y sexualización del cuerpo de las mujeres tan presente en nuestra cultura y la consideración del consumo de sexo de pago como una expresión más de una virilidad que continúa respondiendo a los imperativos categóricos del hombre considerado sujeto activo e indiscutible titular del poder y la autoridad. Ahora bien, el salto cualitativo que se ha producido en las últimas décadas, como bien se puso de manifiesto en la mesa redonda que siguió a la presentación de estudio, y en la que intervinieron la profesora Rosa Cobo Bedía, el sociólogo coautor del informe Hilario Sáez y el que firma estas líneas, es la vinculación de dichas prácticas con una industria del ocio y la diversión, de carácter global, y que se apoya en los excesos del capitalismo neoliberal.

La prostitución vendría a ser la prueba más evidente de la estrecha conexión que existe entre patriarcado y capitalismo, la cual se ha visto reforzada en los últimos años por las lecturas neomachistas del primero y neoliberales del segundo. Una suma que, evidentemente, provoca un aumento dramático de la vulnerabilidad de las mujeres y, como demuestran todas las estadísticas, una más que evidente feminización de la pobreza. La visión acumulativa del placer, que con tanta insistencia nos subrayan los medios de comunicación y muy especialmente los mensajes publicitarios, se alía con una concepción de la masculinidad que continúa respondiendo a los esquemas del macho dominante y que provoca, entre otras consecuencias, que los chicos -y las chicas- más jóvenes reproduzcan esquemas tremendamente machistas en sus relaciones afectivas, y muy especialmente en su concepción de la sexualidad. Si a eso unimos la deficiente, por no decir ausente, educación que nuestros hijos e hijas reciben en esta materia, el resultado no es otro que la conquista de dicho espacio por las lógicas depredadoras de la pornografía, y la superación de los criterios éticos por la desregularización propia del mercado salvaje. De esta manera, y como bien señaló Rosa Cobo, en la prostitución confluyen los efectos perversos de tres sistemas de dominio: el patriarcal, el capitalista neoliberal y el racial-cultural. La conjunción de los tres prorroga la heterodesignación de las mujeres en virtud de las prácticas de dominio y opresión de los hombres, al tiempo que se naturaliza el ir de putas como se hace con la desigualdad.



El peso económico de los macroburdeles, de la industria pornográfica o de los anuncios de contactos que en muchos casos se han convertido en los salvadores de algunos periódicos en bancarrota, fortalece y reproduce las jerarquías de género. Es decir, mantiene y subraya el poderío de una masculinidad detentadora del poder, al tiempo que intensifica la negación de la autonomía de las mujeres y su devaluación en un orden social y económico en el que continúan siendo las más vulnerables entre los vulnerables. En consecuencia, no estamos hablando de un oficio, el más antiguo del mundo en palabras del patriarca, sino de una consecuencia a la que se ven abocadas muchas mujeres que lógicamente no son libres porque viven en un contexto de sumisión, al tiempo que continúa tratándose de una práctica social mediante la cual muchos hombres -uno de cada cuatro, según el estudio citado -reafirman su virilidad y mantienen la fantasía del eje binario control/sumisión para la que no necesitan otro pasaporte que el dinero.

Por lo tanto, y más allá de la complejidad jurídica y política que encierra una posible regulación de esta práctica, tal y como se apuntaba en la reciente, y discutible, sentencia de un Juzgado de lo Social de Barcelona, creo que la prostitución, como otras muchas expresiones de un orden cultural y político basado en el dominio masculino, no puede abordarse sin tener en cuenta las causas estructurales que la provocan y la alimentan. Unas causas que, insisto, tienen mucho que ver con los sistemas de dominación que se retroalimentan entre sí, el patriarcado y el capitalismo, y en los que los hombres gozamos de una posición privilegiada. Solo desde esta mirada de género, y teniendo muy presente la perspectiva liberadora y emancipadora que supone el feminismo, será posible encontrar salidas a algunos de los callejones en los que tantos millones de mujeres en el mundo se ven obligadas a renunciar a su autonomía y dignidad. Por ello, la pregunta que deberíamos empezar a plantearnos, además de no renunciar a la solidaridad con las mujeres que se ven abocadas a ejercer la prostitución, sería no solo por qué esas mujeres lo hacen sino también, y sobre todo, por qué sigue habiendo tantos hombres dispuestos a usar el cuerpo de ellas como si fuera una mercancía más.”



La visión machista tradicional, que también fija la dirección en la ciencia, se ha preguntado  acerca de los motivos que llevan a las mujeres a prostituirse. En el arte  sucede otro tanto, cuando se representa a la prostitución aparecen siempre mujeres ya sea en la pintura, en el cine, en la literatura. Esta visión hace recaer la acción en la mujer, y por lo tanto la sigue haciendo responsable de este hecho cuando sabemos que existe un sistema completo que sostiene esta violencia y obtiene ganancias importantes de ella, un sistema organizado y controlado por los hombres.
No se cuestiona la figura del “cliente”-prostituidor-putero porque, como dice este estudio, se considera normal que los hombres hagan uso de las mujeres, aquello de “seducida y abandonada” o “pájaro que comió voló” forman parte de esta cultura. Se considera como parte de la “naturaleza” del varón ser un depredador sexual, siempre al acecho de las víctimas inocentes, por eso es mejor que existan mujeres no tan inocentes, para que esta especie de  ciego instinto sexual viril sea satisfecho en ellas. Por eso, si es normal, no merece ser analizado, debe ser dejado en el limbo de lo irracional y como no formando parte de la historia y de las relaciones de poder sociales. Quizá esto este en el fondo del temor y dudas que despierta el abolicionismo de la prostitución, porque el temor radica en que harán los varones con ese instinto si desaparecieran las mujeres prostituidas, quizá se lanzarán a violar sin miramientos.
Este concepto hace de la sexualidad algo ajeno a la historia y la educación, como una entidad dentro de la persona que no puede ser encausada. No se la ve como un elemento más, y no el menos importante, de lo que constituye al sujeto humano, sometida a las condiciones sociales y pasible de modificación. Las religiones y las derechas al oponerse a la educación sexual quieren mantener esta idea, es la forma de crear un enemigo interno, la serpiente al acecho de la inocencia dentro de cada persona, es una manera de rompernos y dividirnos por dentro.


*Este post fue publicado inicialmente en el blog del autor
Fuente

http://www.huffingtonpost.es/octavio-salazar/por-que-los-hombres-se-va_b_6848252.html