sábado, 14 de diciembre de 2013

80 - Gobierno del pueblo

80
Gobierno del pueblo

No hace tanto tiempo que murió Nelson Mandela y fue una excelente ocasión para ver y analizar mucho de lo que venimos hablando en estas columnas. Una vez más se desplegó con toda su fuerza la ideología liberal centrada en el individualismo. Se hizo de Mandela desde un santo hasta un héroe único en el mundo. Se habló de su vida, sus esposas, su cárcel, se lo construyó como un “gran hombre”. Posiblemente lo era, no es esto lo que pongo en cuestión, sino el dispositivo liberal para hacer creer que el individuo, que la personalidad, valen por sí mismas y que por su propia iniciativa y esfuerzo pueden hacer la historia.

Nelson Mandela 




Esto que se nos relata no es así, somos lo que somos por nuestras circunstancias, por haber nacido en determinado momento histórico, en una ciudad y no en otra, en un país, en un barrio y educación, y también con una familia que nos aportaron lo que fuimos siendo, lo que en nuestro interior fue tomando una forma. 




Los héroes también lo son por sus circunstancias, ellos también fueron formados por su entorno. Esto no niega la impronta personal, que Mandela pudo haber optado por otras salidas, que pudo haber hecho de su vida otra cosa, que él también se construyó a sí mismo mediante sus elecciones. Lo que busco resaltar es que siempre se elige en función de un medio, en una situación determinada y con una historia precisa, que no hay una vida que se desarrolla en el vacío histórico, y sobre todo, que no se va cumpliendo en soledad. Lo que los liberales en su culto a la personalidad niegan constantemente es la presencia de los otros, de esos que son el sostén y la fuerza de los líderes, pues no hay líder sin un grupo, sino no sería líder. Y no hablo de seguidores, porque al líder no se lo sigue, sino que él capta y sigue lo que en la gente se halla presente y además, y esto es lo importante, siempre es circunstancial, depende del momento y de las necesidades grupales en ese entonces.

Hace muchos años se hablaba del “self man made”, de la persona que se hace a sí misma, que es resultado de su propia voluntad y esfuerzo. Se nos decía que si alguien se impone una meta y aplica a su consecución todas sus fuerzas y tiempo, la obtendrá. Es de cuando también se decía que en una democracia todos podemos llegar a ser presidentes. Estamos en el imperio del individuo, de aquel que no necesitó de nadie. El ejemplo era Onassis, que de vender cigarrillos en el puerto de Buenos Aires llegó a ser un potentado mundial. Es la misma estrategia con que fueron construidos los santos católicos, los que por su propio sacrificio llegaron a ser elegidos por el mismo dios, o los héroes nacionales, como San Martín con su caballo blanco que nunca existió y se dice que liberó a tres países pero nadie recuerda el nombre de los soldados que sí lucharon y fueron heridos y murieron y que fueron en definitiva los que ganaron las batallas.



Armando así la historia, los personajes, es fácil concluir que el millonario lo es por su propio esfuerzo y que, entonces, merece disfrutar de su bien ganada fortuna y puede hacer con ella lo que quiera. Ahora, si incluimos a los otros en esta ecuación, si agregamos por ejemplo a los que trabajaron para él, si pensamos que nadie está aislado, nos daremos cuenta que toda esa riqueza no fue obtenida por este buen ciudadano, que no es producto de su sudor sino del de muchísimos obreros que no tienen ni de cerca su fortuna. Este modo de ver las cosas, de contar la historia  de manera centralista e individualista, nos aleja de una visión democrática, orientada a la gente común, y nos lleva a mirar hacia unos pocos y a creer que ellos son los hacedores y que tienen alguna cualidad especial de la que quienes somos mayoría, carecemos.

Es necesario no dejarnos engañar por el discurso liberal pues mientras nos habla de libertad, de igualdad, incluso de democracia, sus actos van en sentido opuesto. El elitismo, el culto a la personalidad, nunca serán democráticos precisamente por son elitistas. Esto es muy distinto a la aceptación de las diferencias, que vos seas diferente a mí no te hace ser superior o inferior.

Si este esquema lo traemos a algo tan cercano como los partidos políticos, como los candidatos que cada tanto aparecen rogando que los votemos, a la estructura piramidal de todos los gobiernos, nos estaremos acercando peligrosamente a entender cuál es el juego político en que nos han metido. Alcanza con abrir un diario y ver que todo el tiempo de habla de personalidades, de este presidente, de aquel gobernador, de diputados y senadoras, de jueces, y podemos seguir una larga lista, y quien está ausente en estas páginas es precisamente el pueblo, la gente común, esta que camina por las calles y toma colectivos o anda en bicicleta.

Se dice que la democracia es el gobierno del pueblo, o sea que es el común de la gente quien gobierna y delega en algunas personas el cumplimiento de sus decisiones, pero, sucede que en nuestro sistema se entiende al revés, interesadamente se cree que significa que el pueblo debe ser gobernado, dirigido, por eso los políticos profesionales se autodenominan “dirigentes”.

Tanto es su afán elitista que se pretenden excluir de la mayoría y denominarse “clase política” como si vivir de esa profesión los convirtiera en una especie diferente de la humanidad, una “clase” aparte y les confiriera un estatus determinado. Es por eso mismo que una vez que han cumplido con su trabajo no se desprenden del título y lo esgrimen como si fuera de nobleza: son “ex” presidentes o diputados y senadores “con mandato cumplido”, lo que no significa nada, sino que son ciudadanos comunes, pero que, con eso de “mandato cumplido” quieren mostrar su distinción, no ser confundidos con la mayoría de la gente.

Cuanto más de cerca miramos y sobre todo en la práctica, no en el discurso, al sistema en que estamos y del que formamos parte, menos democracia encontramos.



Ahora las democracias del mundo lo reconocen como un héroe, pero recordemos un poco lo que posibilitó que Mandela como líder surgiera.
El apartheid fue  impuesto en Sudáfrica en 1948  por el Partido Nacional Purificado que sostenía  la superioridad de la raza blanca y dividía a la población sudafricana en cuatro grupos distintos: los blancos (20%), los indios (3%,) los mestizos (10%) y los negros (67%). Este sistema segregacionista discriminaba a las 4/5 partes de la población del país. Incluso  se crearon reservas  donde era hacinada la gente negra para qué no se mezclara con la blanca, esto hizo que  el 80% de la población  viviera en el 13% del territorio sudafricano.

A tal extremo llegó la situación que en 1963 el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas condenó al régimen del apartheid y  pidió que se suspendiera el suministro de armas a Sudáfrica.

Ante este cuadro claramente violatorio de los Derechos Humanos las grandes naciones occidentales como Estados Unidos, Inglaterra y Francia, en lugar de cumplir esta resolución del Consejo de Seguridad, apoyaron al régimen racista sudafricano y  aumentaron el suministro de armas sosteniendo indudablemente al gobierno. Incluso Francia le proveyó de su primera central nuclear en 1976.

Mandela fue encarcelado en condiciones de una extrema dureza. No podía recibir más de dos cartas y dos visitas al año y su esposa Winnie  no tenía permiso para visitarlo, los trabajos forzados afectaron  seriamente su salud.




El 6 de diciembre de 1971, la Asamblea General de las Naciones Unidas calificó el apartheid de crimen contra la humanidad y exigió la liberación de Nelson Mandela.






El final del apartheid no fue por la intervención de las potencias supuestamente democráticas sino por la derrota militar que las tropas cubanas mandadas por Fidel Castro causaron al ejército sudafricano en Angola en enero de 1988.  Esto también permitió a Namibia conseguir su independencia.  De este hecho dirá Mandela: “¡La decisiva derrota de las fuerzas agresoras del apartheid destruyó el mito de la invencibilidad del opresor blanco!”

Mandela y Fidel Castro

Tengamos presente que Estados Unidos lo mantuvo en la lista de miembros de organizaciones terroristas hasta el 1 de enero de 2008.

Está muy claro que los países que se colocan por sobre los demás como garantes de la democracia y que en todo momento hablan de libertad, son quienes por sus propios intereses violan los Derechos Humanos y la democracia. Ninguno de ellos reclamó por los años de prisión de Mandela, ninguno denunció y puso en juego su fuerza contra el salvaje apartheid, pero hoy bien lo usan convirtiéndolo en un héroe solitario representante de las ideas liberales.

Son los mismos que siguen tolerando la tortura, que permitieron con su complicidad que Guantánamo y los seres humanos allí prisioneros sin juicio existiera, y no olvidemos que nuestras dictaduras militares genocidas americanas fueron sostenidas por el apoyo de ellos, cuando no causadas por su injerencia.

Pero no vayamos muy lejos en la distancia ni muy atrás en el tiempo, en nuestra misma tierra se suman los vejámenes y los muertos, ninguno de nosotros ha olvidado lo sucedido desde el señalado hito del 2001 hasta la fecha. Además agreguemos el despojo y violencia contra los pueblos originarios que no ha terminado, y el daño que se le hace a la tierra: minería contaminante, agrotóxicos, tala de bosques, destrucción de glaciares, contaminación petrolera, que es otra forma de enfermar y matar personas.











Todo esto nos debería hacer reflexionar muy seriamente acerca de esto que llamamos “democracia”. Las preguntas deben imponerse: ¿cuál es nuestra idea de democracia? ¿es esto que vivimos? ¿la destrucción y la muerte permitidas o realizadas desde los gobiernos son parte de la democracia o son su ruptura? ¿cuál es nuestro lugar en todo esto?






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