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La Comuna de París
Aunque haya
temas que son conocidos es buenos recordarlos para contrarrestar, aunque sea en
parte, la enorme presión que nos hace creer que solamente existe una forma de
gobierno y que es la actual, la democracia representativa. Esto también va
unido a distintos mensajes que nos llevan a creer que esta es la única
modalidad posible, que cualquier otra cosa sería el desgobierno y que el
mentado por todos “pueblo” es incapaz de organizarse por sí mismo porque, para
esta visión elitista, la gente común somos una especie de demonios
incontrolables, aquella horda de las cavernas que necesita de la mano del
gobernante para ser dirigida y contenida.
Lo que
quiero traerles es aquello sucedido el 18 de marzo de 1871 y que fue conocido como “La Comuna
de París”. En ese momento los obreros lograron tomar el poder en esa ciudad, y
aunque no pudieron sostenerlo por más de dos meses pues la represión fue
extremadamente violenta, terminando en una masacre, en ese corto tiempo
demostraron lo que efectivamente se puede hacer, los cambios que la
horizontalidad y el objetivo puesto en mejorar la vida de todos pueden
provocar.
Los
trabajadores lograron derrocar el poder establecido y formaron sus
propios órganos de gobierno. Demostraron de manera práctica que el pueblo no es
una horda que siembra la destrucción, por el contrario, se dieron una
organización eficiente. Ante los que inoculan el miedo para sostener sus
privilegios anunciando que lo que puede sobrevenir si los obreros ejercen el gobierno es el caos, es conveniente
recordar el ejemplo de la Comuna de
París.
Los comuneros respetaron la propiedad privada, crearon un
correo y sistema sanitario para el pueblo, impulsaron las cooperativas en los
que habían sido los talleres que fueron abandonados por sus dueños,
garantizaron los derechos del trabajador, pusieron un tope al precio de los
alquileres, la educación fue laica, gratuita y obligatoria, se abrieron
guarderías para los hijos de las trabajadoras. Decretaron libertad de prensa,
de reunión y de asociación, las detenciones solamente se podrían realizar con
orden judicial y los presos tenían sus derechos garantizados. Se decretó
también la separación de la iglesia del estado y las propiedades eclesiales
pasaron a ser del estado.
Un lugar muy importante lo ocuparon las mujeres, las que
vieron en la Comuna la posibilidad de una vida en igualdad con los hombres.
Durante este corto tiempo ocuparon lugares destacados, crearon cooperativas y
sindicatos específicos para ellas, llegando a formar un batallón exclusivo de
mujeres que luchó en las barricadas.
El final de esta experiencia muestra las bases sobre las que
está construido el sistema de gobierno que rige en gran parte del mundo. Se
dice que la democracia es “del pueblo y para el pueblo” lo que queda en una
frase vacía pues cuando el pueblo lo hizo propio, los intereses se aliaron para
acabar con él y la Comuna. No era posible tolerar que en plena Europa una
ciudad fuera gobernada por los propios ciudadanos destituyendo a las clases
políticas y a los privilegiados, era necesario además un escarmiento ejemplar
para inculcar el mayor de los miedos posibles a todos aquellos que tuvieran la
idea de repetir esta experiencia. “El
socialismo ha sido eliminado por un largo tiempo”, alegres se decían.
Algunos comuneros llegaron a la Argentina, especialmente a Rosario, con sus ideales
socialistas y anarquistas, promoviendo la formación de las primeras
organizaciones obreras del país.
Los comuneros demostraron que otro mundo no solamente es
posible, sino que ellos lo realizaron. No es una utopía como nos quieren hacer
creer, en el sentido de un sueño inalcanzable o demasiado lejano, todo lo
contrario, fue y es posible. Y como
saben que es posible, que la fuerza y la energía están esperando su momento,
los privilegiados extreman sus cuidados dividiendo a los trabajadores, enfrentando
a unos con otros, propiciando la violencia, controlándonos con Proyectos X o
como se les quiera llamar, y si esto no da resultado, siempre es posible la
represión policial. Ellos, los privilegiados, se pelean entre sí para obtener
mayor rédito económico y pueden llegar a situaciones graves pero ante la
posibilidad de un movimiento de trabajadores, rápidamente olvidan sus conflictos y se agrupan formando un
frente unido.
El organismo que tenía algunas funciones ejecutivas y
legislativas era el Concilio, y estaba
constituido por delegados no por
representantes. Esto que pareciera ser únicamente una cuestión de palabras
implica una diferencia fundamental porque quienes estaban en ese consejo debían
actuar por delegación, siguiendo lo expresado por las asambleas y no en
representación de nadie. Tampoco se podían dormir en esta función pues podían ser
inmediatamente cambiados por sus electores.
¿Qué hubiera pasado si la Comuna hubiera podido seguir su
historia? No lo podemos adivinar, sí sabemos que fue necesaria su destrucción,
impedir su desarrollo seguramente porque su existencia ponía en serio peligro
al capitalismo. Peligro ante la posibilidad de que fuera una experiencia exitosa,
o porque otras ciudades adoptaran formas similares, y sobre todo porque era y
sigue siendo, un cuestionamiento desde la práctica, desde el hacer.
Es necesario tener presente a la Comuna de París y seguir
levantando sus banderas como forma de recordarnos a nosotros mismos que es
posible llevar “la imaginación al poder”
como decía en mayo del 68. Debemos sacar a la utopía del limbo de las
fantasías, de los lindos sueños, pero sueños al fin, en que el liberalismo y el
posmodernismo la han colocado.
La utopía no es sinónimo de irrealizable, de inalcanzable.
No es un sueño de adolescentes que quieren cambiar el mundo. Debemos entender
que sí es posible cambiarlo, que sí son posibles otras formas más humanas de
convivencia, más igualitarias, con mayor libertad. Si renunciamos a este poder
de proyectarnos en un mañana, de trascender este límite tan ajustado que es el
presente, estaremos dejando aquello que nos hace humanos. Solamente se puede
construir aquello que alguna vez se imaginó, eso que fue solamente una idea.
Se nos impele a vivir un presente de plazo fijo, miope,
incapaz de ver más allá de la llegada del fin de semana o del día del cobro. Un
tiempo mezquino que nos llena de trivialidades para aburrirnos, para que
busquemos en las drogas, prohibidas, legales, televisadas, futboleadas para
todos y todas, un sentido avaro,
incapaz. Y cuando queremos lanzar la mirada todo se ha vuelto opaco, nubes
grises.
Algún día alguien quiere sentir algo de vida y corre con el
coche por las calles o toma un arma y dispara o tiene otro hijo o viaja a Miami
o se compra otro celular.
No tenemos compasión porque el tiempo nos fue arrebatado, se
nos quitó cuando estábamos naciendo, por eso aprendimos a ir al jardín de
infantes y saludar a la bandera, tomar la merienda, las rutinas obligadas del
des-vivir.
Se nos repite que las utopías son sueños muertos mientras
nos clavan en la cruz sin resurrección posible.
Shakespeare dijo que somos del mismo material que los
sueños, tan etéreos, tan inasibles y tan conmovedores, porque podemos romper
con la lógica diaria y atravesar el tiempo hacia lo que ya comienza a formarse
porque lo estoy creando, porque la utopía es posibilidad de movimiento, de
hacer, de modificar, de cambiar. La utopía soy yo, la utopía somos nosotros y
ya está acá.
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