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Revolucionarios no reformistas
Comparto con Uds. este muy valioso artículo ¿Hemos
interiorizado el fin de la historia? escrito por Raúl Zibechi que nos
aporta claridad respecto de la situación social actual y sobre todo nos ayuda a
diferenciar la izquierda real de aquella otra que no pasa de ser una versión
más de mantener las cosas como están. Fue publicado en el Boletín Other news de
noviembre del 2.015.
¿Hemos interiorizado el fin de la historia?
Raúl Zibechi* - La Jornada de México
*Periodista
uruguayo, docente e investigador en la
Multiversidad Franciscana de América Latina, y asesor de varios colectivos
sociales.
“El naufragio siempre
es el momento más significativo”, escribió Fernand Braudel en “Historia y
ciencias sociales” (Escritos sobre la historia, FCE, 1991). En opinión del historiador,
“mucho más significativos aún que las estructuras profundas son sus puntos de
ruptura, su brusco y lento deterioro bajo el efecto de presiones
contradictorias”.
En los debates de las
izquierdas globales, parece haberse esfumado una tensión básica del pensamiento
crítico, presente desde los primeros tiempos: la mirada larga en el tiempo, la
negativa a jugar todo el movimiento en maniobras tácticas, tener siempre
presente el legado a las generaciones futuras.
Durante más de un
siglo el movimiento revolucionario en el mundo estuvo enfrentado en dos
tendencias que, de forma un poco simplificada, se podían dividir entre
revolucionarios y reformistas. Buena parte de la producción teórica de Marx y
de Lenin estuvo dedicada a zanjar diferencias con aquellos que llevaban al
movimiento hacia su adaptación en el sistema y rechazaban la necesidad de
rupturas. Rosa Luxemburgo llegó a escribir, en Reforma o revolución, que “la
teoría del colapso capitalista es la médula del socialismo científico”.
En su polémica con
Eduard Bernstein argumentaba que “sin el colapso del capitalismo no se puede
expropiar a la clase capitalista”. Toda la vida y la organización de los
revolucionarios estaban dedicadas a prepararse para el momento del colapso,
aunque no lo llegaran a vivir. Todo lo que hacían en los grises años de calma
social consistía en esa preparación anímica y organizativa, espiritual y
teórica. Esa larga preparación es lo que le permitió a hombres como el Che o
Lenin estar a la altura de las situaciones cuando era necesario actuar de forma
decidida.
En las últimas décadas
estas tensiones se han perdido. Predomina ahora una mirada de corto plazo,
demasiado ligada a la coyuntura y, en particular, a lo electoral. Las
diferencias, incluso teóricas, entre reforma y revolución, parecen haberse
esfumado. Rosa no rechazaba las reformas, pero decía que eran un medio, no un
fin. Los argumentos que dan algunos intelectuales para defender el voto por un
candidato progresista hablan por sí solos sobre este enorme retroceso. Hay, por
cierto, políticas sociales positivas y necesarias. Pero ese no puede ser el eje
de una argumentación que apueste por la transformación revolucionaria de la
sociedad.
A mi modo de ver, hay
dos razones de fondo que pueden contribuir a explicar el enorme retroceso de
las izquierdas, del pensamiento crítico y de las consecuencias de haber
“desaprendido lo mismo el odio que la voluntad de sacrificio” (Benjamin, en
Tesis sobre la historia).
La primera es que la
caída del socialismo real, la derrota de las revoluciones centroamericanas y de
los grandes movimientos (obrero, feminista y de las “minorías” étnicas) ha
provocado un doble y simultáneo fenómeno: crecimiento del pragmatismo y del
posibilismo, y pérdida del horizonte del tiempo largo.
El pragmatismo desmadeja la ética del
compromiso, a favor de la adaptación a lo que existe. No hay compromiso que
contenga garantías de ventajas personales concretas. El compromiso con una
causa siempre fue un salto al vacío, incierto, en el que cada quien pone el
cuerpo sin esperar recompensas ni reconocimiento. Perseguir lo posible supone
caer en el oportunismo y renunciar a cambiar las cosas; porque lo posible es,
apenas, administrar lo existente.
La segunda se
relaciona con los cambios en la cultura, tanto en la hegemónica como en la
popular, e incluso en la contracultura. La necesidad de obtener resultados
inmediatos, la falta de fibra para nadar contra la corriente, la dificultad
para decir las cosas por su nombre por temor al rechazo y la soledad, forman
parte del sentido común actual, incluso entre muchos que dicen ser de
izquierda.
Un maravilloso relato
de Pasolini sobre los “melenudos”, en Escritos corsarios, es una buena muestra
de lo que pretendo explicar. La melena fue símbolo de rebeldía o de
inconformismo en los años 60, pero terminó siendo adaptada por la moda, al
punto que “ya no es defendible porque ya no es libertad”. Rechazaba con vigor,
y desesperación, el afán de “amoldarse al orden degradante de la horda”, usando
símbolos de rebeldías, absorbidos por la cultura del poder.
Por alguna razón, nada
difícil de adivinar, volvemos a redescubrir a Pasolini. Como escribe Franco
Berardi, Bifo, “había entendido de antemano que el poder del cambio tecnológico
estaba destinado a prevalecer sobre las culturas libertarias e igualitarias”,
abriendo un tiempo de barbarie (“La mirada larga”, en comune-info.net).
Estamos inmersos en
una cultura en la que desaparecieron las distinciones de clase, en la que
“derecha e izquierda se han fundido físicamente”, como apuntaba el italiano.
Esa indistinción tiene su correlato en la política. Es posible que hayamos
interiorizado el fin de la historia de modo involuntario e inconsciente. Si no
hay diferencias culturales, tampoco habrá diferentes opciones políticas y todo
se reduce a optar por lo menos malo o lo más atractivo, como en el
supermercado.
Es la degradación de
la política emancipatoria. El momento del naufragio. Pero hay más. Todavía debe
recordarse que el mundo nuevo, el socialismo o como se llame, es fruto del
trabajo, del esfuerzo cotidiano, no del reparto de lo que existe. Pero el
trabajo tiene sus reglas que la cultura rentista no comprende, ni está
dispuesta a aceptar.
En este recodo de la
historia, cuando las derechas imperiales y financieras avanzan sin cesar, en el
sur y en el norte, aprender del naufragio puede ser el mejor modo de recuperar
los horizontes perdidos. El hundimiento del socialismo real no puede llevarnos
al lodazal del posibilismo ni de la rendición a la cultura hegemónica. Si el
riesgo es la soledad y la intemperie, habrá que afrontarlas. Lo único que no
podemos hacer es dejarle a las generaciones futuras un legado de sumisión y
pragmatismo sin ética.
A partir de este texto de Raúl Zibechi me permití hacer
estas breves reflexiones que les comento a continuación.
La división entre “entre revolucionarios y reformistas” es
mucho más profunda que solamente una cuestión de estrategia ante las
situaciones que las sociedades nos presentan.
Implica también preguntase acerca de qué es ser
revolucionario. Esta cuestión que en los años setenta motivaba y alentaba a
avanzar directo hacia las utopías, en la actualidad causa miedo, aleja, suena a
disparatado, aún para quienes quieren cambiar este orden por considerarlo
injusto.
Seguramente les asusta que se vuelva a los enfrentamientos
armados, que se pretenda tomar el poder mediante las armas, que se
desestabilice este ordenamiento social, precario, pero ordenamiento al fin.
Esta visión es profundamente ideológica, coloca a la violencia en un espacio
pasado, ya casi histórico, y en manos exclusivamente de quienes pretendían un
cambio profundo. Temor basado en su supuesto reaparecer de esta violencia ante
la posibilidad de que se sostengan las
ideas revolucionarias. De este modo se niega la constante violencia actual, tan
normal que casi no la registramos, que ya no solamente abarca a los
trabajadores, a los excluidos, sino que llega a afectar al planeta mismo.
Se teme a la violencia de una posible revolución mientras
las drogas, el gatillo fácil, la exclusión social que es mucho más que no tener
trabajo, la explotación en cualquiera de sus
variadas formas, matan todos los días, sino al cuerpo, al alma.
La revolución esta puesta en el espacio de lo imposible y en
su lugar son colocadas las reformas.
Las reformas son simplemente eso, cambios superficiales,
leves mejoramientos que no modifican porque se agotan en el presente, en lo que
favorece a algunas personas pero que no daña al sistema porque de otro modo no
se hubiera permitido que fueran llevadas adelante.
Estos procedimientos, más que acercarnos a un real cambio
social, aceitan, le dan mayor flexibilidad al capitalismo al apaciguar la
conflictividad o diferirla para más adelante en que se aplicará una nueva
reforma o se la disciplinará de algún modo.
Raúl Zibechi nos dice: “Predomina
ahora una mirada de corto plazo, demasiado ligada a la coyuntura y, en
particular, a lo electoral.”…”ha provocado un doble y simultáneo fenómeno:
crecimiento del pragmatismo y del posibilismo, y pérdida del horizonte del
tiempo largo.”
Sin una mirada a largo plazo es imposible sostener una
utopía, ni siquiera un cambio importante porque el tiempo es una de las
dimensiones de la realidad que no podemos obviar. El cortoplacismo tiene la
modalidad del show bussiness, debe ser impactante, llamativo, debe convencer a
la gente con lo que se muestra ahora, no hay tiempo para más adelante porque
las elecciones se acercan y hay que renovar y justificar el negocio. Por eso lo
pragmático y posible.
“Perseguir lo posible supone caer en el oportunismo y renunciar a
cambiar las cosas; porque lo posible es, apenas, administrar lo existente.”…” y
todo se reduce a optar por lo menos malo o lo más atractivo, como en el
supermercado”
En esa dimensión del tiempo conjugada en futuro quizá no
estemos nosotros, pero sí nuestros hijos o nietos. El corto plazo, lo posible,
los niega al no tomarlos en cuenta, quizá porque ya no interesan como seres
sensibles sino como votantes o consumidores y estos dos hechos se dan en este
presente, ¿qué pasará en el futuro? eso interesa muy poco.
Esta sociedad nos enajena aún de lo que amamos.
La encerrona del presente inmediato, de lo posible, de “es
lo que hay”, es la del sometimiento, de la negación de la imaginación que nos
lleva a un escalón más debajo de la mediocridad. Es la pérdida de los sueños y
las metas a cambio de un celular.
“Lo único que no
podemos hacer es dejarle a las generaciones futuras un legado de sumisión y
pragmatismo sin ética.”
Las imágenes han sido agregadas por mí,
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