martes, 15 de octubre de 2013

70 - Por mano propia

70
Por mano propia

Gracias a la vida que me ha dado tanto 
Me dio dos luceros que cuando los abro 
Perfecto distingo lo negro del blanco 
Y en el alto cielo su fondo estrellado 
Y en las multitudes el hombre que yo amo. 

Gracias a la vida que me ha dado tanto 
Me ha dado el sonido y el abedecedario 
Con él las palabras que pienso y declaro 
Madre amigo hermano y luz alumbrando, 
La ruta del alma del que estoy amando.

Violeta Parra



Estos versos de Violeta Parra, de su canción “Gracias a la vida” nos 
introducen a uno de los temas más
vedados en nuestra cultura.

Hablar de la vida es también hablar de la muerte,  ambas van unidas, toda vida implica una muerte,  y en ellas, todas las vicisitudes entre una y otra, todas esas circunstancias que se dan en el trayecto, el amor, la pérdida, la tristeza, el dolor, la esperanza, la desilusión, la soledad, el vacío. Hablar de la vida es hablar de todo esto y de la constante presencia de la muerte, como esa posibilidad que un día se concretará.

Hay personas que deciden no esperar ese día, no quedar libradas al acaso, a la idea de un destino. Hay personas que deciden suicidarse. De esto se habla con pudor, en voz muy baja, casi con vergüenza, la muerte es algo que nos acontece, el suicidio es morir por propia mano, es un pecado.

Cuesta entender que quién ha escrito esta alabanza a la vida, un día, siendo una joven de 49 años, decidió matarse.  Ese acto fue el último texto de su existir.

¿cuáles fueron los motivos? ¿estaba enferma? ¿el profundo dolor por el amor frustrado?, ¿la decepción la abatió?

Quizá fue todo esto o nada de esto, solamente ella quizá lo supo. ¿Cuál es la diferencia para mí cuando lo irreversible fue ese hecho, su ausencia definitiva lograda? ¿saber el motivo  la recuperará?  no, solamente satisfará mi curiosidad.  Llegar a conocer el motivo es saber nada, porque al fin y al cabo, algo que para mí es irrelevante, para otra persona puede ser crucial, intolerable, doloroso o humillante al extremo. Desde mi vida y experiencia no puedo determinar cuál es el sentido del vivir, si es soportable o no el vacío inmenso ante el que se derrumban todas las ilusiones y las utopías se caen como castillos de naipes. Ante ese acto quizá lo único posible sea guardar silencio.

Ante cualquier muerte nos vemos tentados a conocer el motivo, ante un accidente queremos ver el cuerpo.  Me parece que son gestos que pretendemos mágicos, como si mirando o conociendo la causa nos tranquilizáramos, nos pusiéramos bajo un sortilegio protector, nos alejara del peligro. Esto también vale para el suicidio.



Cada cultura establece sus parámetros para vérselas con este hecho,desde la aceptación hasta el enérgico rechazo.

Este tema está profundamente relacionado con la eutanasia, porque en definitiva, es la persona la que toma la decisión sobre el final de su vida, no es el tiempo o la enfermedad o la vejez, es ella la que decide y esto es lo definitorio más allá de los motivos.

En nuestra cultura judeocristiana el dolor tiene el valor de una obligación, es necesario y se lo vende como algo bueno, positivo, se nos dice que es “redentor”. Los pobres, los que sufren, los explotados, irán al paraíso. El que se sustrae a todo esto, entonces es culpable.

Los mismos que nos dicen que no siempre la guerra es pecado, son los que armaron hogueras para las brujas y pecadoras, previa santa tortura; que dieron rosarios y comunión a los genocidas, o aquellos del norte que bajo el enunciado evangélico predicaron el peligro rojo y ahora el islamita junto con los que trazan la estrella de David, son los que elevan sus ojos al cielo ante el suicidio o la eutanasia.

De este modo tapan, colocan una venda de supuesta espiritualidad y mandato divino a lo que es una  experiencia humana, profunda, tanto que implica el final de una vida. Y de este modo también cierran la  cuestión ante la voluntad y autonomía de cada persona.

Quien se suicida no es un mártir ni un culpable, es apenas una persona que no ha podido soportar más sobre sus hombros la carga,  es aquella que se ha preguntado cuál era el valor de vivir de ese modo y se contestó que ninguno.

¿es posible amar la vida y buscar la muerte?

Violeta Parra nos dice que sí.



Maldigo del alto cielo
la estrella con su reflejo,
maldigo los azulejos
destellos del arroyuelo,
maldigo del bajo suelo
la piedra con su contorno,
maldigo el fuego del horno
porque mi alma está de luto,
maldigo los estatutos del tiempo
con sus bochornos,
cuánto será mi dolor. 


Violeta Parra
Maldigo la cordillera
de los Andes y La Costa,
maldigo, señor, la angosta
y larga faja de tierra,
también la paz y la guerra,
lo franco y lo veleidoso,
maldigo lo perfumoso
porque mi anhelo está muerto,
maldigo todo lo cierto
y lo falso con lo dudoso, 

cuánto será mi dolor. 



Esta también es Violeta Parra, la misma que alabó a la vida, ahora traspasada de dolor. Así como todo cambia, como un tren que jamás se detiene pasa por distintas estaciones, unas alegres, otras vacías, las hay también tristes, así nuestro interior deambula por los sentimientos, y esto también es vivir.

Dentro de estas posibilidades también está el cansancio, la capacidad de renunciar y no aceptar más, de decir basta.

Quien llega a este punto no puede hablar, no puede decirlo porque la civilización  le cae encima y lo aplasta aún más. Será mirado con extrañeza, llevado a un psiquiatra y posiblemente internado y también medicado. 

Hemos hecho del vivir un castigo, una cárcel de la que no se puede salir; hemos olvidado que vivir solo tiene sentido en función de las personas, no de los principios ni de las instituciones.





La exigencia de vivir pese a todo, incluso hasta prolongar la agonía, pareciera haber olvidado la dignidad de la humanidad. Embelesados por  el principio abstracto del valor de la vida humana por sobre cualquier otra cosa, dejamos a un costado la cuestión del “cómo”,  de las condiciones de ese vivir.  Tan pronto como ponemos el diagnóstico del motivo dejamos de ver las circunstancias, todo aquello que estuvo presente al momento de tomar esa resolución. Si prestamos atención a todo eso, quizá nos demos cuenta del hueco y podamos comenzar a llenarlo, de otra manera,  quedará abierto.

El suicidio también es una denuncia de todo aquello que en esta civilización no hemos conseguido aliviar, aquello que no vemos y cargamos sobre la sensibilidad y tolerancia de otros.
Estas palabras no son el elogio al suicida, solamente son la excusa para rescatar de manos de las empresas médicas, gubernamentales, religiosas, nuestra capacidad de decidir sobre nuestra, y lo repito para que no quede como una palabra más, capacidad de decidir sobre “nuestra” única vida, la capacidad de asumir totalmente nuestra responsabilidad como seres lanzados a la existencia.

El suicida no es un héroe ni un revolucionario, ni mártir ni criminal.

Estas palabras buscan promover un pensamiento positivo que lo saque de estos lugares y lo vea como una persona en una situación que le resulta límite. Mientras lo dejemos cerrado como si no existiera estaremos aumentando la angustia. Es inhumano negarle esta posibilidad, hacerlo aún pasar por la angustia de tener que buscar una situación casi delictiva u horrorosa, hacerlo en silencio, escondiéndose, mintiendo. Negarles la posibilidad de la despedida, de la mano compañera sosteniendo la suya, o por qué no, hallar juntos el consuelo o la solución.






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