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El peor silencio
En el diario español El País se publicó una nota titulada “El peor silencio”* la que me ha
resultado sumamente elocuente, aquí la dejo casi completa:
“El 25 de junio de
1942, cuando los ataques alemanes flaqueaban y la guerra se volvía indecisa, un
diario conservador de Londres, el Daily Telegraph, publicaba una de las mayores
primicias de la historia: “Los alemanes asesinan a 700.000 judíos en Polonia”,
decía el título, y el artículo empezaba abundando: “Más de 700.000 judíos polacos
han sido aniquilados por los alemanes en la mayor masacre de la historia del
mundo. Además, han puesto en marcha un sistema de hambreamiento que, según
admitieron los mismos alemanes, puede haber matado al menos otro tanto. Los más
horribles detalles de este asesinato masivo, incluyendo la utilización de gas
venenoso, fueron revelados en un informe enviado secretamente al señor
Zygielbojm, representante judío en el Consejo Nacional Polaco en Londres, por
un grupo activo en su país. Se tiene la fuerte sensación de que se debería
actuar para impedir que Hitler cumpla su amenaza de que cinco minutos antes del
final de la guerra exterminará a todos los judíos de Europa”.
La noticia, en dos
columnas, incluía datos y detalles terribles: “Niños en orfanatos, pensionados
en geriátricos y enfermos en hospitales han sido fusilados. En muchos sitios
los judíos fueron deportados a destinos desconocidos y asesinados en los
bosques cercanos. En Vilna, 50.000 judíos fueron ultimados en noviembre. El
número total de los masacrados en este distrito ronda los 300.000”.
La noticia era una de
las primerísimas informaciones sobre uno de los grandes hechos del siglo. Y,
además, tenía la rara calidad de que podía servir para algo. La masacre estaba,
entonces, sucediendo –varios millones más serían asesinados en los años
siguientes–; saberlo podía llevar a intervenir. Pero el Telegraph la publicó,
pequeña, perdida en la página cinco de un periódico que tenía sólo seis –y
ningún otro medio la retomó. Pasarían años antes de que la humanidad decidiera
horrorizarse por el Holocausto: en esos días no le daba la gana.
Así que el silencio
era macizo. Sólo unos pocos intentaban romperlo, con riesgo de sus vidas. Lo
contó el propio Telegraph hace unos días, cuando se cumplieron siete décadas
del “descubrimiento” de Auschwitz: la información les había llegado a través de
Szmul Zygielbojm; su esposa, Manya, y su hijo Tuvia seguían prisioneros en el
gueto de Varsovia y allí murieron –abril de 1943– cuando los alemanes
reprimieron la rebelión final. El 11 de mayo, en Londres, Zygielbojm se mató
como último gesto de protesta; sabía que su denuncia no había tenido ningún
efecto –y lo decía en su nota final: “La responsabilidad por el asesinato de la
nación judía en Polonia recae antes que nada en los que lo están cometiendo.
Pero indirectamente cae también sobre el conjunto de la humanidad, sobre los
pueblos y los Gobiernos de las naciones aliadas, que hasta ahora no han dado
ningún paso real para detener este crimen. Al mirar pasivamente cómo se asesina
a millones de niños, mujeres y hombres indefensos, se han convertido en
partícipes de esta responsabilidad”.
El Holocausto fue un
momento excepcional de la historia. Ahora –dice el secretario general de la
ONU, Ban Ki-moon– sólo mueren ocho millones de personas al año por causas
ligadas al hambre, y las guerras producen multitudes de refugiados y miles de
migrantes se ahogan o se pierden buscando una vida más digna. No nos sucede,
claro, a los que leemos estas líneas. Suelen ser otros, como eran otros los
judíos. Y sus historias siguen saliendo en la penúltima página, cuando salen.”
Esos otros entonces judíos, esos otros que hoy palestinos,
africanos lanzados al mar, son también los pueblos originarios que siguen
siendo masacrados, los que son fumigados, los trabajadores esclavos de las
grandes empresas que necesitan ganar más dinero, son también las niñas y
mujeres prostituidas, los niños soldados y los muertos por la drogadependencia.
Son esos otros que no tienen nombre ni fotografía, apenas cifras en algún
informe como los niños que crecerán, si lo logran, discapacitados mentales por
el hambre aún en nuestro país y también en el mundo, son las mujeres llevadas a la muerte por la penalización del
aborto. Esas noticias hoy también son publicadas, conocidas, dichas de tal modo
que sirvan como datos pero que sean incapaces de despertarnos y de generar un
movimiento, una acción dispuesta a modificar todo esto.
El horror se vuelve cosa de todos los días, vendido como si
fuera un proceso natural, algo así como la lluvia, sin que se nos diga quiénes
son los responsables, quiénes son los que mueven los engranajes homicidas.
Recuerdo a una madre que motivaba a su hijo para que comiera
todo porque había chicos que no tenían para comer. Esa madre le ensañaba el
egoísmo, la gordura mental que lo llevaría a la incapacidad de sentir con el
otro, de compartir su dolor. Comamos, droguémosnos, compremos, paguemos en 12
cuotas, mandemos mensajes de texto y veamos todos los partidos de fútbol, al
fin y al cabo, la vida es difícil y merecemos un entretenimiento.
El otro yo
Mario Benedetti
Se trataba de un
muchacho corriente: en los pantalones se le formaban rodilleras, leía
historietas, hacía ruido cuando comía, se metía los dedos a la nariz, roncaba
en la siesta, se llamaba Armando. Corriente en todo menos en una cosa: tenía
Otro Yo.
El Otro Yo usaba
cierta poesía en la mirada, se enamoraba de las actrices, mentía
cautelosamente, se emocionaba en los atardeceres. Al muchacho le preocupaba
mucho su Otro Yo y le hacía sentirse incómodo frente a sus amigos. Por otra
parte el Otro Yo era melancólico, y debido a ello, Armando no podía ser tan
vulgar como era su deseo.
Una tarde Armando
llegó cansado del trabajo, se quitó los zapatos, movió lentamente los dedos de
los pies y encendió la radio. En la radio estaba Mozart, pero el muchacho se
durmió. Cuando despertó el Otro Yo lloraba con desconsuelo. En el primer
momento, el muchacho no supo que hacer, pero después se rehizo e insultó
concienzudamente al Otro Yo. Este no dijo nada, pero a la mañana siguiente se
había suicidado.
Al principio la muerte
del Otro Yo fue un rudo golpe para el pobre Armando, pero enseguida pensó que
ahora sí podría ser enteramente vulgar. Ese pensamiento lo reconfortó.
Sólo llevaba cinco
días de luto, cuando salió la calle con el propósito de lucir su nueva y
completa vulgaridad. Desde lejos vio que se acercaban sus amigos. Eso le lleno
de felicidad e inmediatamente estalló en risotadas. Sin embargo, cuando pasaron
junto a él, ellos no notaron su presencia. Para peor de males, el muchacho
alcanzó a escuchar que comentaban: “Pobre Armando. Y pensar que parecía tan
fuerte y saludable”.
El muchacho no tuvo
más remedio que dejar de reír y, al mismo tiempo, sintió a la altura del
esternón un ahogo que se parecía bastante a la nostalgia. Pero no pudo sentir
auténtica melancolía, porque toda la melancolía se la había llevado el Otro Yo.
*http://elpais.com/elpais/2015/03/09/eps/1425913290_289843.html
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