jueves, 26 de marzo de 2015

154 - El peor silencio

154
El peor silencio

En el diario español El País se publicó una nota titulada “El peor silencio”* la que me ha resultado sumamente elocuente, aquí la dejo casi completa:

“El 25 de junio de 1942, cuando los ataques alemanes flaqueaban y la guerra se volvía indecisa, un diario conservador de Londres, el Daily Telegraph, publicaba una de las mayores primicias de la historia: “Los alemanes asesinan a 700.000 judíos en Polonia”, decía el título, y el artículo empezaba abundando: “Más de 700.000 judíos polacos han sido aniquilados por los alemanes en la mayor masacre de la historia del mundo. Además, han puesto en marcha un sistema de hambreamiento que, según admitieron los mismos alemanes, puede haber matado al menos otro tanto. Los más horribles detalles de este asesinato masivo, incluyendo la utilización de gas venenoso, fueron revelados en un informe enviado secretamente al señor Zygielbojm, representante judío en el Consejo Nacional Polaco en Londres, por un grupo activo en su país. Se tiene la fuerte sensación de que se debería actuar para impedir que Hitler cumpla su amenaza de que cinco minutos antes del final de la guerra exterminará a todos los judíos de Europa”.



La noticia, en dos columnas, incluía datos y detalles terribles: “Niños en orfanatos, pensionados en geriátricos y enfermos en hospitales han sido fusilados. En muchos sitios los judíos fueron deportados a destinos desconocidos y asesinados en los bosques cercanos. En Vilna, 50.000 judíos fueron ultimados en noviembre. El número total de los masacrados en este distrito ronda los 300.000”.

La noticia era una de las primerísimas informaciones sobre uno de los grandes hechos del siglo. Y, además, tenía la rara calidad de que podía servir para algo. La masacre estaba, entonces, sucediendo –varios millones más serían asesinados en los años siguientes–; saberlo podía llevar a intervenir. Pero el Telegraph la publicó, pequeña, perdida en la página cinco de un periódico que tenía sólo seis –y ningún otro medio la retomó. Pasarían años antes de que la humanidad decidiera horrorizarse por el Holocausto: en esos días no le daba la gana.

Así que el silencio era macizo. Sólo unos pocos intentaban romperlo, con riesgo de sus vidas. Lo contó el propio Telegraph hace unos días, cuando se cumplieron siete décadas del “descubrimiento” de Auschwitz: la información les había llegado a través de Szmul Zygielbojm; su esposa, Manya, y su hijo Tuvia seguían prisioneros en el gueto de Varsovia y allí murieron –abril de 1943– cuando los alemanes reprimieron la rebelión final. El 11 de mayo, en Londres, Zygielbojm se mató como último gesto de protesta; sabía que su denuncia no había tenido ningún efecto –y lo decía en su nota final: “La responsabilidad por el asesinato de la nación judía en Polonia recae antes que nada en los que lo están cometiendo. Pero indirectamente cae también sobre el conjunto de la humanidad, sobre los pueblos y los Gobiernos de las naciones aliadas, que hasta ahora no han dado ningún paso real para detener este crimen. Al mirar pasivamente cómo se asesina a millones de niños, mujeres y hombres indefensos, se han convertido en partícipes de esta responsabilidad”.



El Holocausto fue un momento excepcional de la historia. Ahora –dice el secretario general de la ONU, Ban Ki-moon– sólo mueren ocho millones de personas al año por causas ligadas al hambre, y las guerras producen multitudes de refugiados y miles de migrantes se ahogan o se pierden buscando una vida más digna. No nos sucede, claro, a los que leemos estas líneas. Suelen ser otros, como eran otros los judíos. Y sus historias siguen saliendo en la penúltima página, cuando salen.”





Esos otros entonces judíos, esos otros que hoy palestinos, africanos lanzados al mar, son también los pueblos originarios que siguen siendo masacrados, los que son fumigados, los trabajadores esclavos de las grandes empresas que necesitan ganar más dinero, son también las niñas y mujeres prostituidas, los niños soldados y los muertos por la drogadependencia. Son esos otros que no tienen nombre ni fotografía, apenas cifras en algún informe como los niños que crecerán, si lo logran, discapacitados mentales por el hambre aún en nuestro país y también en el mundo,  son las mujeres  llevadas a la muerte por la penalización del aborto. Esas noticias hoy también son publicadas, conocidas, dichas de tal modo que sirvan como datos pero que sean incapaces de despertarnos y de generar un movimiento, una acción dispuesta a modificar todo esto.


El horror se vuelve cosa de todos los días, vendido como si fuera un proceso natural, algo así como la lluvia, sin que se nos diga quiénes son los responsables, quiénes son los que mueven los engranajes  homicidas.
Recuerdo a una madre que motivaba a su hijo para que comiera todo porque había chicos que no tenían para comer. Esa madre le ensañaba el egoísmo, la gordura mental que lo llevaría a la incapacidad de sentir con el otro, de compartir su dolor. Comamos, droguémosnos, compremos, paguemos en 12 cuotas, mandemos mensajes de texto y veamos todos los partidos de fútbol, al fin y al cabo, la vida es difícil y merecemos un entretenimiento.


El otro yo

Mario Benedetti

Se trataba de un muchacho corriente: en los pantalones se le formaban rodilleras, leía historietas, hacía ruido cuando comía, se metía los dedos a la nariz, roncaba en la siesta, se llamaba Armando. Corriente en todo menos en una cosa: tenía Otro Yo.

El Otro Yo usaba cierta poesía en la mirada, se enamoraba de las actrices, mentía cautelosamente, se emocionaba en los atardeceres. Al muchacho le preocupaba mucho su Otro Yo y le hacía sentirse incómodo frente a sus amigos. Por otra parte el Otro Yo era melancólico, y debido a ello, Armando no podía ser tan vulgar como era su deseo.

Una tarde Armando llegó cansado del trabajo, se quitó los zapatos, movió lentamente los dedos de los pies y encendió la radio. En la radio estaba Mozart, pero el muchacho se durmió. Cuando despertó el Otro Yo lloraba con desconsuelo. En el primer momento, el muchacho no supo que hacer, pero después se rehizo e insultó concienzudamente al Otro Yo. Este no dijo nada, pero a la mañana siguiente se había suicidado.

Al principio la muerte del Otro Yo fue un rudo golpe para el pobre Armando, pero enseguida pensó que ahora sí podría ser enteramente vulgar. Ese pensamiento lo reconfortó.

Sólo llevaba cinco días de luto, cuando salió la calle con el propósito de lucir su nueva y completa vulgaridad. Desde lejos vio que se acercaban sus amigos. Eso le lleno de felicidad e inmediatamente estalló en risotadas. Sin embargo, cuando pasaron junto a él, ellos no notaron su presencia. Para peor de males, el muchacho alcanzó a escuchar que comentaban: “Pobre Armando. Y pensar que parecía tan fuerte y saludable”.

El muchacho no tuvo más remedio que dejar de reír y, al mismo tiempo, sintió a la altura del esternón un ahogo que se parecía bastante a la nostalgia. Pero no pudo sentir auténtica melancolía, porque toda la melancolía se la había llevado el Otro Yo.



*http://elpais.com/elpais/2015/03/09/eps/1425913290_289843.html






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