domingo, 27 de julio de 2014

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Síndrome de Estocolmo

Un atracador, un presidiario y cuatro empleados convivieron seis días en la bóveda de seguridad de un banco, y los rehenes entablaron una relación de complicidad con sus secuestradores que acabó dando nombre a un término psicológico de uso común en todo el mundo.

Jan Erik "Janne" Olsson entró el 23 de agosto de 1973 encapuchado, armado con una metralleta y con explosivos en la sucursal del Kreditbank de la ciudad de Estocolmo, en Suecia.

Tomó como rehenes a cuatro empleados, tres mujeres y un hombre, y solicitó: tres millones de coronas suecas, un coche y vía libre para salir de Suecia, también que un conocido criminal entonces preso, Clarck Olofsson fuera sacado de la cárcel y llevado al banco, esto último aceptado por la policía.

Allí permanecieron seis días, los últimos cuatro limitados a un espacio reducido, después de que unos agentes lograran colarse en la entidad y cerrar la bóveda para aislarlos.

Rehenes y secuestradores jugaron a las cartas y entablaron lazos afectivos.

En las conversaciones telefónicas mantenidas durante el cautiverio con el primer ministro sueco, el secuestrado que ejercía de portavoz de los rehenes, tomó claramente partido por Olsson frente a la policía.  "Confío plenamente en ellos, viajaría por todo el mundo con ellos", llegó a decir de sus secuestradores dispuesta a aceptar la propuesta de Olsson de que los dejaran salir en coche llevándose a dos rehenes, una idea rechazada por las autoridades.
Otra de las rehenes afirmó: «No me asusta Clark ni su compañero; me asusta la policía».

Al cuarto día la policía taladró el techo de la bóveda: Olsson amenazó con colocar sogas al cuello de los rehenes e hirió de un tiro a un agente.

Una rehén diría: "Nunca creí que Janne fuera a dispararnos. Pero claro que tenía miedo de morir, de que la situación se descontrolase. No sabíamos qué tenía pensado hacer la policía"

Al sexto día, la policía soltó gas lacrimógeno en la bóveda, y a los pocos minutos, Olsson se rindió, sin que hubiera heridos.  Los rehenes se negaron a salir antes que sus captores, por miedo a que éstos fueran castigados y se despidieron de ellos con abrazos.

"Sé que puede sonar un poco raro, pero no queríamos que la policía les hiciera daño, una vez que todo había acabado".

Esta adhesión de quienes debieran haber temido a tan peligrosos delincuentes unida a la cerrada defensa que de ellos hicieron, fue llamado Síndrome de Estocolmo.



Se caracteriza por ser un proceso psicológico de carácter inconsciente,  en el que la víctima desarrolla una relación de complicidad con su victimizador. Esta situación puede llegar al extremo en que la víctima  ayude a los captores a alcanzar sus fines o evadir a la policía. Da cuenta de una situación paradójica en la que la persona agredida reinterpreta la realidad a favor de su agresor, considerando que este la está cuidando o que lo que está haciendo es correcto.

Desde el punto de vista psicológico, este síndrome es considerado como una de las múltiples respuestas emocionales que puede presentar el secuestrado a raíz de la vulnerabilidad y extrema indefensión que produce el cautiverio. También podemos hallarlo en otras situaciones que no llegan al extremo del secuestro como pueden ser aquellas en que la vulnerabilidad haga que la víctima se aferre a quien resulta ser su victimizador y lo convierta, incluso, en su salvador.

Hay que tener en cuenta que en la  trata de personas o en situaciones de grave aislamiento social, como podría darse en la violencia intrafamiliar hacia la mujer, en las que las condiciones y posibilidades de sobrevivencia se hallan en manos de los captores, se establece una regresión dependiente dado que la persona realmente depende material y afectivamente de las decisiones y/o caprichos de quienes la retienen, o sea que la posibilidad de muerte es real  así como la vivencia de situación sin escapatoria.

Es común que las personas victimizadas ante la necesidad imperiosa de afecto y de una señal esperanzadora se aferren y se sientan agradecidas del menor gesto benevolente de parte de su agresor, provocando esto, en muchos casos, sentimientos ambivalentes. Esta necesidad de cariño y de la sensación de que de algún modo se esta protegida lleva a que inconcientemente aún los actos agresivos se los haga encajar en un sistema de necesidad que los justifica, quitándoles de ese modo lo imprevisible e incontrolable.

Se puede observar luego de una liberación un sentimiento  de gratitud consciente hacia los secuestradores, tanto en los familiares como en las víctimas directas. Agradecen el hecho de haberlos dejado salir con vida, sanos y salvos y a veces recuerdan - sobre todo en las primeras semanas posteriores a la liberación - a quienes fueron amables, o tuvieron gestos de compasión y ayuda.

El síndrome sólo se presenta cuando la persona víctima se identifica inconscientemente con su agresor, pudiendo asumir  la responsabilidad de la agresión, o imitando física o moralmente la persona del agresor, o adoptando ciertos símbolos de poder que lo caracterizan. Por ser un proceso inconsciente la víctima  siente y cree que es razonable su actitud, sin darse cuenta de la identificación misma ni asumirla como tal, la persona no se percata de ello, es el observador externo quien puede encontrar desproporcionado e irracional  que la víctima defienda o disculpe a los agresores y justifique los motivos que tuvieron para dañarla.

Este mecanismo ayuda a  la persona a negar y no sentir la amenaza de la situación y/o la violencia.

Puede ser descripto  como un estado disociativo por el que la víctima niega la violencia del agresor, al tiempo que desarrolla un vínculo con el lado que percibe más positivo de aquel. Para lograr esto ignora sus propias necesidades mientras desarrolla una actitud hipervigilante ante las de su agresor, mostrándose dispuesta a asumirlas como propias.

El principal logro podría ser obtener un mejor nivel de ajuste al entorno amenazante sobre el que ejerce nulo control.



Resumiendo, en general este síndrome se puede dar en las siguientes circunstancias:

*      Cuando la persona  en importante situación de vulnerabilidad comprende que en la medida en que coopera es menos agredida.
*      Cuando las personas victimizadas quieren protegerse, en el contexto de situaciones incontrolables, buscando cumplir los deseos de sus agresores.
*      Cuando los violentos tienen  rasgos de compasión o de reconocimiento afectuoso lo que impacta vivamente en las personas sometidas a extrema carencia de afecto.  De aquí puede nacer una relación emocional de las víctimas por agradecimiento con los autores del delito.
*      Cuando la pérdida total del control que sufre  y el miedo que ello significa, se hace soportable en la medida en que la víctima se identifica con los objetivos y pensamientos del violento a quien se halla peligrosamente sometida.

El síndrome de Estocolmo es más común en personas que han sido víctimas de alguno de las siguientes situaciones de violencia:

Tratadas
Rehenes
Miembros de una orden de culto.
Niñas y niños con abuso psicológico.
Prisioneros de guerra.
Mujeres en Prostitución.
Prisioneros de campos de concentración.
Víctimas de incesto.


Es evidente que se da en casos de importante desigualdad de fuerzas, la persona victimizada siente que no puede controlar la situación y que está a expensas del violento.
Es muy evidente en los casos de trata de personas en que el cautiverio duró bastante tiempo aún en los casos en que la persona no fue limitada en su libertad sino convencida mediante técnicas de persuasión coercitiva (ver artículo en este mismo blog) por ejemplo a ejercer la prostitución. Cuando son rescatadas se resisten y hasta huyen para no declarar contra sus captores o proxenetas.   Es muy común que los y las proxenetas se hagan llamar y que las mujeres captadas accedan: “mamita” o “papito”.

Para terminar les dejo un párrafo de un excelente libro que se llama “Cárcel de mujeres” y que fue escrito por Angélica Mendoza en los primeros años del siglo 20
“- Che, Laura; ¿ tu marido es lindo?

-¡Macanudo che!  ¿no sabés? Me pinchó con la cortaplumas. Yo me le escapé varias veces. Anduve con otro y mi marido lo buscó. Cuando se encontraron empezó con vueltas pero mi marido gritaba: “ ¡Quiero la mujer! ¡No quiero arreglos!”. El tipo le ofreció mil pesos, pero mi marido no quiso saber nada. Yo, como vi que el tipo aflojaba, me escapé y volví con el otro. Después me decía: “¡Visto, Ñata! ¡Solo yo te convengo como marido. Todos los demás se cagan!”

-¡La que los tiró! Si yo sé que un hombre me vende a otro lo ensucio de arriba abajo!

-¡No; si no no es una venta! Es la ley de los cafishios. Si la mujer se les va con otro, este tiene que largar vento, sino lo liquidan.”    (Pág. 61)




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