lunes, 31 de agosto de 2015

177 - Dañemos a nuestros hijos

177
Dañemos a nuestros hijos

Todos los días, en varias partes del mundo, amantes padres y madres, quienes desean lo mejor para sus hijos, creyentes devotos, cumplidores fieles de las consignas de sus religiones, amparados por esta pátina  socialmente aceptada y hasta recomendada, agreden deliberadamente, concientes, premeditadamente a sus hijos y les provocan daños irreversibles.
A tal punto se creen inocentes de estos hechos violentos que los realizan en medio de una fiesta, una convocatoria social y familiar en la que todos festejan ese acto y seguramente piensan que es por el bien del niño y en honor a sus dioses.

El aire pasa entre sus cuerpos y acaricia su sonrisa complaciente, es la bienaventuranza de quienes han cumplido con su deber, de quienes están bien con sus dioses y la sociedad, el perfecto equilibrio de los bienintencionados.

La circuncisión de Cristo. Michael Pacher

Quizá se saquen fotos,   dibujen en sus paredes signos, se cuelguen del cuello símbolos , talismanes, aunque esto sea superfluo, realmente no lo necesitan, porque seguramente ellos llevan en sus cuerpos, como ahora sus hijos e hijas en su carne el signo que indica que son una propiedad de tal dios o tribu. En adelante les faltará una parte de sí mismos. Irrecuperable, para siempre amputada.

También se festeja el derecho que todo adulto tiene sobre cualquier niño, el de los padres especialmente hacia sus hijos, el derecho de vida ¿acaso no fue por su intervención que esas criaturas llegaron a este mundo? Y también de enfermedad y muerte.

Millones de padres, madres,  abuelos cariñosos, familias reunidas,  pactaron, se confabularon y concretaron contra sus hijos e hijas  la circuncisión del prepucio o la  ablación del clítoris.

¿Cómo podremos pretender que existan personas pacíficas, confiadas en el otro si precisamente ese otro que tenía el deber de protegerlos es el que los dañó?
Luego, ya crecidos, no les será extraño que en nombre de ese mismo dios se pueda masacrar a poblaciones enteras ni que a ese homicidio se lo crea un servicio a dios.
El temor al adulto será llevado luego a los cielos y se convertirá en el respeto sin fisuras, el miedo, a los dioses o sus voceros terrenos, con los que es mejor llevarse bien, porque tenemos en la carne las cicatrices que nos recuerdan de qué son capaces.

Se me dirá que con el cristianismo esto se suavizó, y eso es verdad. El cuchillo fue cambiado por el chapuzón de agua, lo que es mucho menos doloroso y perdurable, aunque, simbólicamente, tenga un significado similar,  en este caso la muerte del hombre viejo y el nacimiento del nuevo, muy poético, pero muerte al fin.
En el catolicismo se agrega un componente importante. Es apenas un bebé el que es llevado por sus padres a un acto de sometimiento y adscripción a una iglesia determinada. En este caso también están los padrinos que hacen de representantes del niño, son los que hablan por él, prometen y juran por él. Recién nacido, sin ser siquiera capaz de articular palabra o de no orinarse en los pañales, incapaz de pararse sobre sus propios pies, ya carga promesas y juramentos.
Una vez más son los adultos los que lo anulan, hablan en su nombre, dicen y callan por él y lo marcan con una religión que no elige y que, muy posiblemente, llevado por la inercia, nunca elegirá.
Es la sagrada preparación para todas sus renuncias posteriores. Ya en este trance tiene representantes, el mismo esquema que luego políticamente se repetirá. Los mayores, los que saben, los que se han preparado para eso, son quienes lo representarán. El ostentosamente llamado ciudadano tendrá voto pero no voz, otros prometerán, contratarán, gobernarán, se enriquecerán en su nombre, y como antes, también lo harán por su bien.




Estos ritos más que costumbres atávicas, restos de la época tribal, tienen hoy un significado muy vivo, arrodillate, agachá la cabeza, dejate conducir y así te irá mejor, porque vos no sabés, no podés, no estas destinado a la felicidad, al menos en esta tierra.



Ablación del clítoris, circuncisión del prepucio, apuntan al centro mismo de nuestro cuerpo físico y de nuestra sensibilidad. Nos marcan como indeleble advertencia de lo que nos puede pasar y de lo peligroso que puede ser dejarnos llevar por lo que sentimos, por el placer.

Podríamos preguntarnos si el tan mentado celibato, al parecer paso fundamental para llegar a la santidad, o sea, para ser mirado con buenos ojos por los dioses, no es la extensión de está práctica que le da tanta importancia al pene, al clítoris  y a lo que con ellos se hace, o, como en este caso, se deja de hacer.

Si estos actos no estuvieran cubiertos por creencias, impuestos por sistemas religiosos imperantes, bien podrían ser considerados actos lesivos de la integridad humana y de la dignidad de las personas y quienes los consienten y practican bien podrían terminar presos.



Toda esta violencia y otras, como las guerras “santas”, en su momento las cruzadas, las torturas y hogueras, la inquisición, son solamente posibles porque revestimos a un hecho cultural de sacralidad y con esto pretendemos darle un lugar de excepción, algo así como un espacio extramundano, en el que pensamos que rigen otras leyes, otro tiempo, el tiempo mítico. Determinadas conductas únicamente tienen valor dentro de ese espacio-tiempo y son justificadas solamente por él.
Quizá resulte mucho más claro ver cómo hacemos este mismo proceso en cosas bien concretas, ver que también lo hacemos con esos elementos que los sabemos de yeso, de madera o metal, que podemos haber visto cómo se les daba forma y pintaban, pero que al ser puestos dentro del ámbito religioso les otorgamos otra significación y los dotamos de características mágicas. Ya no podrán ser rotos, tirados a la basura, todo lo contrario, serán objetos de culto, los saludaremos al pasar, nos arrodillaremos o inclinaremos ante ellos, hasta habrá quienes con extremo cuidado los besen.


Creado este espacio mítico  olvidamos, negamos, que el hecho religioso siempre es un hecho cultural,  que no puede haber religión fuera de la cultura.
Al revestir a todas estas  ideas, a estas prácticas, de una supuesta  atemporalidad y sacralidad nos privamos de vernos a nosotros mismos en ellas, a reconocer nuestra propia violencia y fundamentalismo y caemos en la propia negación  llamado fe a lo que en realidad es mala fe, adjudicar a otro, en este caso un dios, la responsabilidad de nuestros actos.

El humano ha convertido en acciones, ablaciones de clítoris, circuncisiones del prepucio, bautismos, persecuciones, pecados y perdones, lo que es espíritu. La religiosidad quizá sea un modo de considerar la vida, las  circunstancias, una actitud que implica un compromiso con aquello que consideramos de mayor importancia para nuestra existencia. Es antes una postura interior que un ademán.


El mito cuenta que Moisés  subió al monte Sinaí llamado por Dios. Allí estuvo bastante tiempo, tanto que los hebreos creyeron que había muerto. Entonces, juntaron todas sus joyas, las fundieron y con  ese oro hicieron un becerro, al que adoraron.
Esto es lo que hacemos, no resistimos vernos claros y desnudos, vulnerables en el desierto, inmediatamente debemos llenar  la incertidumbre con un becerro, una vela, una novena, mil misas, exorcismos o muertes  de impíos, cuentas bancarias o el último celular o el sillón del gobernador.





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