22
La Culpa
Siempre que
hablamos de un niño, no importa qué digamos, sobrevuela la idea de su libertad,
al fin y al cabo eso que llamamos travesuras son otra forma de libertad, de
hacer lo que quiere. Nacemos limpios, puro quiero, puro deseo, aunque esos
deseos sean tan elementales como comer, ser mimados, y dormir.
El niño
comienza a andar por el mundo y a toparse con él y con un montón de cosas
extrañas que quiere tocar, morder, chupar, tirar y ahí están los más grandes,
los adultos para controlarlo para ponerle freno, para decirle, retarlo, como la
canción de Serrat “niño eso no se hace, eso no se dice”.
A medida
que el niño crece las limitaciones, las reglas se van complejizando, ya no es
solamente no escupir la comida, sino que ahora es no hablar con la boca llena,
sentarse derechos, lavarse las manos y más y más. También los retos y las
sanciones son mayores.
Más
adelante ya no serán necesarios adultos presentes, una luz roja, un timbre, una
campana, un uniforme, podrán convertirse en señales que nos indican límites.
Educarnos
es aprender las normas, usos, costumbres, modos de relacionarnos, las reglas de
la lectura y la escritura hasta convertirnos en buenos alumnos, buenos
ciudadanos, buenos hijos y luego buenos empleados, maridos, esposas, y la lista
puede seguir.
Al llegar a
este punto ya ha pasado algo casi mágico, ya no necesitamos nada externo, no
necesitamos la mirada de otro para conocer los límites, porque las reglas las
tenemos grabadas en nuestra cabeza. Eso que al principio estaba afuera, ahora está
dentro nuestro y desde ahí, las reglas nos controlan y observan.
Ellas están
siempre presentes, atentas no solamente a lo que hacemos, sino también a lo que
sentimos y pensamos, a cuáles son nuestros deseos y fantasías. Y ellas con su
propia vara determinan que deseos, que sentimientos o pensamientos son buenos o
malos, cuáles están dentro de lo esperado, de la regla, de lo acostumbrado, de
lo que nos enseñaron y cuáles no, cuales se alejan. En algunas religiones esto
aparece graficado como el ojo de dios, que siempre esta abierto y mirando y que
todo, absolutamente todo lo ve y lo juzga. Nada escapa a esta mirada del mismo
modo que nada escapa a nuestro ojo interior.
Ojo de Dios. Martha Bahía |
Cuando
niños cumplir los mandamientos de nuestros padres significaba recibir cariño,
premio, amor, y el incumplimiento era desamor, retos, sanciones; ahora,
crecidos, con nuestro ojo observador sucede lo mismo, hacer, pensar, sentir lo
que debemos nos deja tranquilos, con cierta felicidad, con la idea y
satisfacción del deber cumplido, con sensación de limpieza que nos permite
“dormir en paz” , al contrario, no hacer lo debido nos hace sentir temor, como
si el alma o el cuerpo estuvieran sucios, malestar, y sobre todo eso que
llamamos remordimiento.
El
remordimiento, la culpa es el castigo que nos proporciona nuestra mirada
interior por haber ido más allá de lo permitido, por haber traspasado algún
límite. Se le llama así porque nos re muerde, es como tener alguien que una y
otra vez nos golpea, nos tortura, y nos
hace sentir que somos lo peor , hasta que la confesión, el castigo, el dolor
contentan al torturador.
Esto del
castigo es muy importante porque puede ser desde el simple reconocimiento de
haber traspasado un límite, pasando por pedir perdón a quien se supone dañamos,
hasta medidas extremas como el suicidio.
La culpa es
el modo como la sociedad nos maneja desde dentro, nos controla, nos dirige. Eso
que equivocadamente llamamos “conciencia” o “moral” no es más que un policía
interno. Como antes fue la autoridad indiscutida de nuestros padres, ahora es la de este gendarme ante el cual
doblamos las rodillas. Es la forma como nos sometemos y repetimos actos y
situaciones sin que nos detengamos a analizarlas, actuamos en automático
direccionados por las reglas que nos han impuesto y cuando tratamos de tomar
otro camino, la culpa, el dolor interno nos frenan, son las luces rojas que nos
detienen y hacen que volvamos a la masa, al rebaño.
Precisamente
son los mandamientos religiosos y sociales que llevamos grabados en nuestro cerebro
los que nos hacen parecer iguales, no convierten en rebaño manejable, los que
atentan contra la diversidad que somos y nos quitan lo genuino.
Estemos
atentos, sentir culpa no significa haber hecho un daño a alguien, a veces sí,
otras muchas no, tampoco representa una moral, porque lo que contienen no son
principios sino mandatos, órdenes, reglas para cumplir. Por eso es una tontería
creernos “buenos” por someternos a ellos, o “malos” si dejamos de cumplirlos.
Buenos o
malos, limpios o sucios, como les dije, no depende tanto de lo que hagamos o
pensemos sino de las reglas que nos han enseñado. Si son muy rígidas, muy
duras, nos dejarán muy poco margen de libertad, de acción y estarán muy prontas para condenarnos y
castigarnos con la culpa. Y es a este punto al que quería llegar, la libertad
también depende de nuestro interior. No solamente las condiciones externas nos
fijan límites, las internas también. Son
ellas las que convierten en rígida nuestra libertad y determinan su extensión,
hasta donde podemos llegar.
Crecer,
madurar, es ir cuestionando estas normas, no aceptarlas con ojos cerrados sino
ponerlas bajo nuestra mirada e interrogarnos si queremos esas reglas o no, para
qué nos sirven, si nos acercan o no a nuestra felicidad, a nuestra realidad y
desarrollo. Y quizá el resultado pueda llegar a ser lo opuesto a la canción de
Serrat, llegar a la conclusión que aquello que teníamos negado sí se puede
hablar, sí se puede decir, sí se puede
hacer.
Interrogarlas
no significa tirarlas por la borda sin más, sino analizarlas y aceptar si hemos
hecho intencionalmente algo para dañar a otros, aceptar de qué modo nos
relacionamos con los demás y con el mundo; también significa hacernos cargo de
nuestra felicidad o dolor, de cómo los creamos o negamos al someternos a esas
leyes que no son nuestras sino la del rebaño.
Aprendamos
a no sentirnos culpables sino responsables de nuestro ser, de lo que hacemos,
sentimos, pensamos, imaginamos, soñamos. Ser responsable es aceptar quién soy y
cómo soy. La culpa es dolor, castigo por algo que nos enseñaron, ser
responsable es otra cosa, es aceptar aún aquello que vea en mí y no me guste
como también todo eso que sí me gusta. Es reconocer todo lo que tengo que me
acerca a la felicidad y plenitud o me aleja, aunque no coincida con lo que mis
padres, maestros, vecinos, jefes, esposos y esposas o hijos esperan de mí. Es también reconocer que esta vida que vivo es
mía y es la única posible, que no tengo otra oportunidad más que esta para
jugar todas mis cartas
Y para esto
tendremos que ser capaces de pararnos sobre nuestros propios pies y correr el
riesgo de que los vecinos nos miren mal, de que piensen que somos raros,
diferentes. Y es precisamente en ese punto en el que comenzaremos a ser
verdaderamente humanos, a ser nosotros mismos.
La mayoría de las IMAGENES han sido
tomadas desde la web, si algún autor no está de acuerdo en que aparezcan por
favor enviar un correo a
alberto.b.ilieff@gmail.com y serán retiradas inmediatamente. Muchas
gracias por la comprensión.
No hay comentarios:
Publicar un comentario