miércoles, 5 de diciembre de 2012

22 - La culpa



22
La Culpa


Siempre que hablamos de un niño, no importa qué digamos, sobrevuela la idea de su libertad, al fin y al cabo eso que llamamos travesuras son otra forma de libertad, de hacer lo que quiere. Nacemos limpios, puro quiero, puro deseo, aunque esos deseos sean tan elementales como comer, ser mimados, y dormir.


El niño comienza a andar por el mundo y a toparse con él y con un montón de cosas extrañas que quiere tocar, morder, chupar, tirar y ahí están los más grandes, los adultos para controlarlo para ponerle freno, para decirle, retarlo, como la canción de Serrat “niño eso no se hace, eso no se dice”.
A medida que el niño crece las limitaciones, las reglas se van complejizando, ya no es solamente no escupir la comida, sino que ahora es no hablar con la boca llena, sentarse derechos, lavarse las manos y más y más. También los retos y las sanciones son mayores.
Más adelante ya no serán necesarios adultos presentes, una luz roja, un timbre, una campana, un uniforme, podrán convertirse en señales que nos indican límites.



Educarnos es aprender las normas, usos, costumbres, modos de relacionarnos, las reglas de la lectura y la escritura hasta convertirnos en buenos alumnos, buenos ciudadanos, buenos hijos y luego buenos empleados, maridos, esposas, y la lista puede seguir.
Al llegar a este punto ya ha pasado algo casi mágico, ya no necesitamos nada externo, no necesitamos la mirada de otro para conocer los límites, porque las reglas las tenemos grabadas en nuestra cabeza. Eso que al principio estaba afuera, ahora está dentro nuestro y desde ahí, las reglas nos controlan y observan.


Ellas están siempre presentes, atentas no solamente a lo que hacemos, sino también a lo que sentimos y pensamos, a cuáles son nuestros deseos y fantasías. Y ellas con su propia vara determinan que deseos, que sentimientos o pensamientos son buenos o malos, cuáles están dentro de lo esperado, de la regla, de lo acostumbrado, de lo que nos enseñaron y cuáles no, cuales se alejan. En algunas religiones esto aparece graficado como el ojo de dios, que siempre esta abierto y mirando y que todo, absolutamente todo lo ve y lo juzga. Nada escapa a esta mirada del mismo modo que nada escapa a nuestro ojo interior. 


Ojo de Dios. Martha Bahía

Cuando niños cumplir los mandamientos de nuestros padres significaba recibir cariño, premio, amor, y el incumplimiento era desamor, retos, sanciones; ahora, crecidos, con nuestro ojo observador sucede lo mismo, hacer, pensar, sentir lo que debemos nos deja tranquilos, con cierta felicidad, con la idea y satisfacción del deber cumplido, con sensación de limpieza que nos permite “dormir en paz” , al contrario, no hacer lo debido nos hace sentir temor, como si el alma o el cuerpo estuvieran sucios, malestar, y sobre todo eso que llamamos remordimiento.
El remordimiento, la culpa es el castigo que nos proporciona nuestra mirada interior por haber ido más allá de lo permitido, por haber traspasado algún límite. Se le llama así porque nos re muerde, es como tener alguien que una y otra vez nos golpea, nos tortura,  y nos hace sentir que somos lo peor , hasta que la confesión, el castigo, el dolor contentan al torturador.
Esto del castigo es muy importante porque puede ser desde el simple reconocimiento de haber traspasado un límite, pasando por pedir perdón a quien se supone dañamos, hasta medidas extremas como el suicidio. 




La culpa es el modo como la sociedad nos maneja desde dentro, nos controla, nos dirige. Eso que equivocadamente llamamos “conciencia” o “moral” no es más que un policía interno. Como antes fue la autoridad indiscutida de nuestros padres,  ahora es la de este gendarme ante el cual doblamos las rodillas. Es la forma como nos sometemos y repetimos actos y situaciones sin que nos detengamos a analizarlas, actuamos en automático direccionados por las reglas que nos han impuesto y cuando tratamos de tomar otro camino, la culpa, el dolor interno nos frenan, son las luces rojas que nos detienen y hacen que volvamos a la masa, al rebaño.
Precisamente son los mandamientos religiosos y sociales que llevamos grabados en nuestro cerebro los que nos hacen parecer iguales, no convierten en rebaño manejable, los que atentan contra la diversidad que somos y nos quitan lo genuino. 


Estemos atentos, sentir culpa no significa haber hecho un daño a alguien, a veces sí, otras muchas no, tampoco representa una moral, porque lo que contienen no son principios sino mandatos, órdenes, reglas para cumplir. Por eso es una tontería creernos “buenos” por someternos a ellos, o “malos” si dejamos de cumplirlos.
Buenos o malos, limpios o sucios, como les dije, no depende tanto de lo que hagamos o pensemos sino de las reglas que nos han enseñado. Si son muy rígidas, muy duras, nos dejarán muy poco margen de libertad, de acción y  estarán muy prontas para condenarnos y castigarnos con la culpa. Y es a este punto al que quería llegar, la libertad también depende de nuestro interior. No solamente las condiciones externas nos fijan límites, las internas también.  Son ellas las que convierten en rígida nuestra libertad y determinan su extensión, hasta donde podemos llegar.















Crecer, madurar, es ir cuestionando estas normas, no aceptarlas con ojos cerrados sino ponerlas bajo nuestra mirada e interrogarnos si queremos esas reglas o no, para qué nos sirven, si nos acercan o no a nuestra felicidad, a nuestra realidad y desarrollo. Y quizá el resultado pueda llegar a ser lo opuesto a la canción de Serrat, llegar a la conclusión que aquello que teníamos negado sí se puede hablar,  sí se puede decir, sí se puede hacer.
Interrogarlas no significa tirarlas por la borda sin más, sino analizarlas y aceptar si hemos hecho intencionalmente algo para dañar a otros, aceptar de qué modo nos relacionamos con los demás y con el mundo; también significa hacernos cargo de nuestra felicidad o dolor, de cómo los creamos o negamos al someternos a esas leyes que no son nuestras sino la del rebaño.




Aprendamos a no sentirnos culpables sino responsables de nuestro ser, de lo que hacemos, sentimos, pensamos, imaginamos, soñamos. Ser responsable es aceptar quién soy y cómo soy. La culpa es dolor, castigo por algo que nos enseñaron, ser responsable es otra cosa, es aceptar aún aquello que vea en mí y no me guste como también todo eso que sí me gusta. Es reconocer todo lo que tengo que me acerca a la felicidad y plenitud o me aleja, aunque no coincida con lo que mis padres, maestros, vecinos, jefes, esposos y esposas o hijos esperan de mí.  Es también reconocer que esta vida que vivo es mía y es la única posible, que no tengo otra oportunidad más que esta para jugar todas mis cartas




Y para esto tendremos que ser capaces de pararnos sobre nuestros propios pies y correr el riesgo de que los vecinos nos miren mal, de que piensen que somos raros, diferentes. Y es precisamente en ese punto en el que comenzaremos a ser verdaderamente humanos, a ser nosotros mismos.



La mayoría de las IMAGENES han sido tomadas desde la web, si algún autor no está de acuerdo en que aparezcan por favor enviar un correo a  alberto.b.ilieff@gmail.com y serán retiradas inmediatamente. Muchas gracias por la comprensión.



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